José Buendía Hegewisch

La corrupción ocupa el centro de la negociación política y es de los principales recursos de la autoridad para tratar de desactivar conflictos, como el del magisterio, con  recursos públicos; para articular pactos políticos a favor de reformas o competir en las urnas; indispensable para formar clientelas políticas de legisladores, gobernadores, alcaldes y sus partidos en el Congreso federal, como en la ALDF u otras entidades, a través de la práctica generalizada de utilizar funciones y medios públicos en provecho de sus gestores, por ejemplo, el “diezmo” en el presupuesto o condicionar la entrega de recursos a la adjudicación de obras.

La desviación de recursos públicos o su “privatización” es un eje de la convivencia política, por la falta -en opinión de algunos- de proyectos en los partidos y el pragmatismo como especie de razón práctica para la supervivencia. Pero otros explican esa centralidad por el avance de la trasparencia para supervisar programas o el gasto público de gobiernos. La corrupción, sabemos, no ha disminuido en el país con la transparencia, pero ha pasado a un lugar central en la percepción y preocupación pública.

A pesar del consenso sobre el costo de la corrupción para la eficacia gubernamental y el desarrollo, al Congreso le  tomó un año y tres meses de negociación aprobar la reforma constitucional en transparencia. El último obstáculo se removió esta semana con la aceptación del PRI de que la única instancia que puede impugnar los fallos del IFAI sea la Consejería Jurídica de la Presidencia. Ahora, sus resoluciones serán prácticamente definitivas para todos los poderes, órganos autónomos, partidos y sindicatos, estados y municipios. Tendrá autonomía constitucional. Además, podrá atraer casos de impugnaciones en estados y municipios en los que la constante es el manejo opaco y discrecional de los recursos.

Los ejemplos son abundantes: la Comisión de Gobierno de la pasada legislatura de la ALDF, que presidía la actual senadora perredista Alejandra Barrales, crea un fideicomiso para entregar 250 millones en “becas” a universidades sin que se conozca el padrón de los supuestos 24 mil beneficiados; las denuncias de ediles contra el PAN en el Congreso por condicionar recursos presupuestales o de fondos especiales para obras a la contratación de empresas y proveedores “amigos”; la promesa de Rosario Robles, secretaria de Desarrollo Social, de dar a conocer todos los programas sociales dispersos en dependencias y niveles de gobierno, así como el padrón de beneficiarios; ahora, la decisión de los diputados en el Presupuesto 2014 de reservarse un fondo de obras sociales que asignarán discretamente.

La reforma en transparencia y una comisión anticorrupción fueron las primeras promesas del actual gobierno para modificar la “forma de ejercer el poder”. Su incumplimiento impedirá que acompañen, de entrada, al Presupuesto 2014, y que otra vez haya insuficientes mecanismos para asegurar transparencia y eficacia del dinero público. No obstante, la reforma de trasparencia es un avance cuando en rubros con creciente presupuesto, como la seguridad pública, la información sobre adquisiciones se reserva con el pretexto de la seguridad nacional.

La reforma constitucional obligará a homologar las legislaciones locales, aunque incluso leyes avanzadas como en el DF han sido insuficientes para disuadir a autoridades de hacer política con dinero público, como prueba, el fideicomiso de la ALDF ¿En qué medida la reforma puede fortalecer los pilares de una nueva gobernabilidad basada en la participación ciudadana, la transparencia y rendición de cuentas?

La posibilidad de que el IFAI ayude a abrir la transparencia en los estados dependerá de que los ciudadanos de las entidades ejerzan sus derechos. El mayor obstáculo para ello es la impunidad en las denuncias de corrupción que, generalmente, cancelan la rendición de cuentas. Sin consecuencias y sanciones de los actos públicos y de sus responsables, los derechos se vacían de contenido y pierden su valor.

El problema no es sólo de transparencia, sino de que las denuncias de prácticas de funcionarios públicos en beneficio económico o de otra índole, de sus propios gestores, no conducen a nada. Cuando la corrupción se denuncia y nada pasa, es difícil esperar que la gente se involucre en la solución de los problemas de la comunidad. La opción es  preparase para sortear el cohecho y el soborno que debe pagar para sobrevivir más allá de su derecho a la transparencia.