Desde los años 90 se ha ido gestando en México una especie de fascinación por los órganos autónomos dirigidos por cuerpos colegiados. Una doble condición que surgió de la necesidad de combatir la “feria de las desconfianzas” en materia electoral y que llevó a la creación del Instituto Federal Electoral, dirigido a partir de 1996 por ocho consejeros y un consejero presidente. Los éxitos de ese órgano —presidido entonces por José Woldenberg— abonaron a la idea de que esa fórmula podría servir para resolver otros problemas del país, sin que hasta la fecha haya perdido su vigencia. Los órganos autónomos dirigidos por cuerpos colegiados siguen estando a la cabeza del imaginario político de México.

No obstante, ya ha transcurrido el tiempo suficiente para hacer una evaluación sensata de esa fórmula y cobrar conciencia de sus límites. También hay evidencia empírica abundante para reconocer las desviaciones en las que puede caer ese diseño y el riesgo de captura que supone, cuando las designaciones de esos órganos responden simplemente a cuotas y lealtades partidarias. Y luego de tres lustros, contamos también con información bastante para advertir las dificultades de coordinación y liderazgo que desafían las ambiciones personales de quienes pertenecen a esos órganos. De modo que vendría muy bien hacer un primer “corte de caja” sobre las virtudes y los vicios de esas organizaciones, para juzgar las soluciones que prometen con mayor responsabilidad.

De entrada, yo alcanzo a ver cuatro restricciones graves en su integración y su funcionamiento: la primera ya fue mencionada y se refiere a la designación descaradamente política de los consejeros o los comisionados —o como se llamen los miembros de esos cuerpos—, que en la gran mayoría de las ocasiones ha vulnerado la idea original de reunir una visión plural de expertos imparciales y bien reconocidos. Cuando en lugar de trayectorias se opta por lealtades, y cuando en vez de la imparcialidad se privilegia el equilibrio o el peso propio de partidos y gobiernos, la fórmula institucional pierde toda su eficacia. En esos casos, sería mil veces más honesto designar una cabeza individual con toda la responsabilidad política, que simular una imparcialidad y una experiencia colegiadas que no consiguen engañar a nadie.

Esa forma de designación basada en la lealtad se agrava, además, en los cuerpos colegiados que carecen de toda reponsabilidad individual. En los tribunales colegiados —y sus similares— hay ponentes que se hacen cargo de proyectos personales antes de someterlos al juicio de sus pares. En esos órganos hay al menos la posibilidad de hacer un seguimiento puntual de cada caso y, aunque diluida por el grupo, la hay también de subrayar la responsabilidad individual de cada uno de sus integrantes. Pero cuando todas las decisiones descansan en el grupo es inevitable que haya siempre unos que aportan más, otros que navegan en la holganza con todo desenfado y otros más que abusan del conjunto para sacar provecho personal o partidario. Y ninguno de esos riesgos está siquiera previsto en la versión romántica de los cuerpos colegiados.

A esas restricciones se suma el desafío del liderazgo interno. En distintas ocasiones nos hemos enterado —y hoy mismo seguimos viéndolo, como en el IFE o el IFAI— de las pugnas internas que se generan entre los integrantes de esos cuerpos para imponer sus condiciones u obtener la presidencia formal del colegiado. Cuando se disputa el control interno, nada garantiza que los miembros de esos grupos privilegien los objetivos de la casa sobre sus propias ambiciones. Por el contrario, las historias que trascienden acerca de las relaciones entre consejeros y comisionados nos remiten mucho más al horror de las familias rotas que a las de los equipos deportivos que ganan campeonatos. Y nada de eso se compadece de la eficacia que se espera de esos órganos.

Por último, me salta a la vista el lobbying y los indeclinables esfuerzos de captura que despliegan los agentes regulados mediante esos órganos y que encuentran, en la fragmentación y en las disputas de sus integrantes, los espacios ideales para hacer avanzar sus intereses. Aquí son los partidos, allá los gobernantes, más allá las empresas reguladas, pero la conducta suele ser la misma: donde encuentran grietas se meten y complican decisiones que, en un órgano dirigido por un solo individuo, quizás llevarían a defenestrarlo.

Pronto vendrán nuevas decisiones y nuevos temas que, como otros, querrán ser solucionados por la fórmula de las autonomías y los cuerpos colegiados. Pero sería deseable evaluarla en serio, antes de que también acabemos agotando esta salida de nuestros múltiples problemas públicos.

Publicado en El Universal