Tuvieron tiempo de sobra para rectificar, pero optaron por la prepotencia. La comunidad del CIDE estuvo dispuesta a conciliar su labor con las prioridades señaladas por el gobierno; incluso había aceptado que viniera una persona cercana al partido del presidente a dirigir sus trabajos, a cambio de mantener vigente su libertad de pensamiento, de cátedra y de investigación. Esa comunidad no pidió nada más que respeto a su dignidad y lo que obtuvo, por meses, fue la calumnia, la estigmatización y un discurso de odio sin tregua.
Impertérrito, la semana pasada el Conacyt consumó la decisión de someter al CIDE torciendo la ley para imponerle un estatuto autoritario y una dirección maniquea, groseramente majadera en las formas e ideologizada hasta el fanatismo, que ha sido rechazada por la comunidad de manera prácticamente unánime. Dirán que ganaron. ¿Pero qué ganaron? ¿La posibilidad, acaso, de clausurar uno de los proyectos académicos más exitosos del país para sustituirlo por una agencia de formación de cuadros a modo? ¿Usar el nombre del CIDE para contratar profesores que aplaudan como focas al régimen? ¿Mostrar a la comunidad científica del país el costo que habrá de pagarse por mantener vigente la obstinación de la autonomía? ¿El deseo de llevarle al presidente de la República una prueba inequívoca de obediencia a su voluntad? ¿O simplemente el placer de disfrutar el sometimiento de un grupo rebelde?
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