Por Mauricio Merino*
Luego de un periodo de casi tres años sin cambios institucionales relevantes en materia de transparencia, acceso a la información y rendición de cuentas, esos temas se han situado en los primeros planos del debate público y han concitado nuevas iniciativas y propuestas de reforma constitucional y legal que reclaman una reflexión pausada y cuidadosa sobre sus propósitos y sus posibles consecuencias.
La primera cuestión que salta a la vista es la diversidad de las iniciativas que se han presentado y la ausencia de un diagnóstico compartido. En los estudios publicados por la Red por la Rendición de Cuentas y en las propuestas entregadas a los partidos políticos en marzo del 2012 se insistió en que la fragmentación de definiciones, normas, instituciones públicas y acciones de vigilancia y control ciudadano ha obrado en contra del objetivo de la rendición de cuentas. Los esfuerzos a favor del derecho de acceso a la información pública, la evaluación de las políticas y la fiscalización de los recursos en México no han conseguido producir los efectos suficientes en la eficacia de los gobiernos, en el diseño más eficiente de políticas, ni en la lucha contra la corrupción. Dichos esfuerzos han estado aislados de una concepción armoniosa y coherente sobre el significado y los alcances de la rendición de cuentas.
Preocupa que el conjunto de iniciativas que hoy se ha colocado en el Poder Legislativo tienda a reproducir una vez más esa fragmentación —por razones políticas coyunturales, por la confrontación entre visiones partidarias y/o por el deseo de legitimar las acciones del gobierno—, en detrimento del objetivo superior de garantizar las condiciones para tener una administración pública honesta, abierta y eficaz. Las iniciativas presentadas adolecen de un diagnóstico completo sobre el problema de la corrupción, que sigue viéndose como un fenómeno propio de individuos que incumplen la ley para obtener provechos personales ilegítimos y no como la consecuencia de procesos previos que auspician la discrecionalidad de las decisiones y la captura de los puestos y los presupuestos públicos, colmando rutinas burocráticas que se consideran válidas. Las iniciativas que apuntan hacia la creación de fiscalías o comisiones anticorrupción —como la aprobada en el Senado o la que ha presentado el Presidente Electo— apuntan hacia el final de una trayectoria cuyos orígenes pasan desapercibidos y que dan por hecho, equivocadamente, que la lucha contra la corrupción consiste en castigar a los funcionarios (o incluso a los particulares) que hayan vulnerado los procedimientos y las normas previamente establecidas, que hayan dejado constancia de esa vulneración y que hayan obtenido de ello una ganancia ilegal. Ese diagnóstico pasa por alto las causas principales que dan origen a la corrupción, deja intactos los procedimientos de captura y añade un riesgo todavía mayor al conceder a un órgano específico de la administración pública los poderes suficientes para determinar quiénes habrían cometido actos de corrupción y quiénes no, con una discrecionalidad peligrosa, semejante a la que se pretende combatir.
Se debe abonar en la definición del problema original, para no desviarse de la propuesta de una política integral, por los imperativos políticos que este conjunto de iniciativas está exigiendo. Serán bienvenidas las propuestas que ofrezcan mayores garantías de acceso a la información y que fortalezcan a los órganos garantes de la transparencia; lo serán, las que incrementen y precisen las obligaciones de los gobiernos locales para ofrecer datos ciertos sobre sus ingresos y sus gastos, sobre el uso que hacen de ellos y sobre sus consecuencias; y también las que abran nuevas ventanas de oportunidad para que la sociedad en su conjunto participe activamente en la vigilancia y el control del dinero que le pertenece, así como de las consecuencias que tenga el uso de esos recursos en la calidad de vida del país en su conjunto.
Pero no se debe dejar de advertir que la corrupción no es un accidente producido por personas corrompidas, sino la consecuencia de un sistema que debe modificarse desde sus raíces, ni de observar que las virtudes de la transparencia —entendida como un alud de datos publicados— no pueden suplir el diseño de una política completa, articulada y coherente de rendición de cuentas para los tres niveles de gobierno. Y mucho menos cuando la tendencia de las iniciativas presentadas no apunta tanto hacia esa política indispensable para consolidar la democracia, cuanto al control político del Poder Ejecutivo federal sobre los gobiernos estatales y municipales y al ejercicio discrecional de los criterios que eventualmente serán utilizados para distinguir y juzgar la corrupción.
En esas iniciativas no hay normas explícitas para vincular la aprobación anual de los presupuestos públicos con paquetes evaluativos presupuestarios, ni que den cuenta de los procesos y de los resultados que se esperan obtener con los recursos públicos, asignando con toda claridad los montos, los plazos, la información y las personas que han de asumir la responsabilidad de ejercer atribuciones y recursos, caso por caso —y antes de que esos presupuestos sean aprobados y no después, como sucede ahora.
En las iniciativas no hay sistemas de control democrático de la autoridad claramente establecidos, ni medios para que la sociedad —organizada o individualmente— pueda hacer el seguimiento exacto y oportuno de los programas públicos, ni para que cualquier individuo pueda actuar con eficacia cuando observe desviaciones de los programas aprobados, de los presupuestos asignados o de los resultados obtenidos. En las iniciativas no se fortalece sino se debilita la autoridad de la Auditoría Superior de la Federación y el papel que le corresponde como órgano superior de fiscalización. No hay en ellas un sistema de sanciones o de incentivos asentado en el debido proceso, dirigido por un tribunal independiente del Poder Ejecutivo, que garantice el sistema de responsabilidades públicas que está en la base de la rendición de cuentas. Y tampoco hay en las iniciativas presentadas una mudanza de los procesos administrativos vigentes que han permitido la captura de los puestos públicos, el uso insuficiente de los métodos de evaluación de políticas y de desempeño de los funcionarios públicos, la desviación de los sistemas de compras, adquisiciones y contrataciones de los gobiernos y el uso discrecional de las deudas, los fideicomisos y los recursos públicos transferidos a organizaciones, sindicatos y partidos que no forman parte de la administración pública. Y no hay en ellas, por último, un sistema articulado para garantizar que los cambios necesarios para contar con una política de rendición de cuentas alcancen y obliguen por igual a los tres niveles de gobierno.
En este sentido, sería deseable insistir en que se retomaran los puntos presentados y desarrollados por los integrantes de la Red en marzo del 2012 y, particularmente, en la necesidad de articular los distintos momentos de diseño, asignación de recursos, evaluación, fiscalización, sanción e incidencia de la sociedad, en una sola política destinada a construir gobiernos abiertos, honestos y eficaces. Solamente desde una política así planteada podrá conjurarse el fenómeno de la corrupción desde su origen, sin abandonar a la vez la persecución de las personas que cometan actos individuales contrarios al derecho. La transparencia y el acceso a la información deben fortalecerse como parte de esa política integral, pero no confundirse con ella.
* Profesor Investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas
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