Al cumplirse la mitad de su mandato, no hay duda del amplísimo respaldo popular que mantiene el presidente López Obrador. No coincido con quienes aseguran que su popularidad es falsa o frágil ni, tampoco, con quienes sostienen que decaerá en picada cuando la gente empiece a cobrar conciencia sobre los exiguos resultados que está entregando. Por el contrario, creo que la mejor prueba de la solidez de ese respaldo es que se sostiene —y aún crece— a pesar de la evidencia sobre los múltiples fracasos de su gobierno.
La gente no está juzgando al presidente López Obrador por el éxito de su gestión sino por las emociones que despierta. Su cimiento no está en las buenas cuentas ni en la implementación de soluciones, cuanto en el abismo de la profunda asimetría social de México. Lo que potencia al presidente no son las buenas sino las malas razones: el resentimiento, la venganza y la marginación. Tiene razón cuando insiste en que no debe abandonar el discurso más extremo y radical posible, porque ahí reside el corazón de la fuerza política que le da vida.
Cada vez que anuncia la destrucción o la sumisión de otro órgano del Estado mexicano o cada vez que rompe una nueva regla constitucional y acumula más poder, la multitud aplaude porque el presidente presenta esas decisiones como una revancha histórica. Lo dijo con nitidez el 1 de diciembre: “Decían que si llovía arriba, goteaba abajo, como si la riqueza fuese permeable o contagiosa.
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