El diagnóstico es de sobra conocido. Desde hace décadas la recaudación fiscal en México es una de las más bajas del mundo. La endémica debilidad hacendaria del Estado impide que éste cumpla adecuadamente con sus funciones y dé contenido material a los derechos consagrados en la
Constitución (educación, salud, justicia, etcétera).

El remedio a esta situación es también lugar común: por un lado cobrar más y mejor los impuestos, por otro transparentar y darle mayor eficacia al gasto.  Desde hace también varias décadas se ha prometido una reforma fiscal de fondo que modifique el estado de cosas.

Todas han fracasado, entre otras razones porque ninguna reforma en esta materia es sencilla ni genera popularidad. A nadie le gusta pagar más impuestos y menos perder privilegios. Olvidamos que los primeros son la condición del crecimiento y de una vida mejor, mientras que los segundos constituyen los obstáculos a una sociedad más equitativa y menos desigual.

Como lo hemos señalado en un documento público suscrito por miembros del IETD (ietd.org.mx), las modificaciones fiscales propuestas por el presidente Peña y aprobadas por el Congreso tienen virtudes que conviene destacar pues cambian algunas de las coordenadas que durante años han marcado la ruta de la política. Me refiero al menos a cuatro. La primera es la progresividad en la tasa del impuesto sobre la renta. Los números fríos muestran que no son las “clases medias” quienes pagarán más, sino los sectores con mayores ingresos.

La segunda es la eliminación de exenciones que no se justificaban (por ejemplo el IVA en las fronteras) y prácticas que privilegiaban a algunos sectores. La tercera es introducir el balance estructural, concepto que, aunque debatible, permite romper con la idea de una política económica ajena a los ciclos económicos.

La cuarta es la orientación social del gasto y la búsqueda de las fuentes para financiar una seguridad social universal.  El resultado luego de un proceso legislativo complejo, plural y articulado en los diferentes intereses obliga a admitir que las soluciones técnicamente puras no existen y que la lógica del“todo o nada” no funciona en las democracias. Así hay que admitir los avances, pero también advertir los problemas.

Y la reforma los tiene.  El primero es que su aprobación implicó un alto costo político, pero la recaudación esperada está muy lejos de lo que necesitamos. El segundo es que las reglas para establecer un uso adecuado del balance estructural no están claras y existen riesgos de deriva que urge minimizar mediante un diseño legislativo adecuado. El tercero: que el sentido social del gasto y la consecución de algunos de los objetivos más importantes de la reforma están lejos de alcanzarse y que se requerirán esfuerzos adicionales para acercarse a sus propósitos.

El problema más serio de la reforma fiscal se encuentra en una condición estructural del Estado mexicano: la falta de un buen diseño de rendición de cuentas. En efecto, para dar legitimidad a los incrementos impositivos son indispensables dos condiciones. La primera es una mayor y más efectiva transparencia en el gasto que permita vincular los nuevos ingresos el gasto.

La segunda es contar con mecanismos de  rendición de cuentas que permitan literalmente dar cuenta del uso y destino de los recursos; que los ciudadanos puedan conocer de manera oportuna quién, cuándo, cómo y para qué gastó, qué resultados se obtuvieron y qué consecuencias se derivan de todo ello. El Congreso tiene ciertamente la responsabilidad de asignar el presupuesto, pero también la obligación de rendir cuentas de esta potestad y de imponerla a los ejecutores del gasto, en todos los niveles de gobierno, en particular los estados y los municipios.

Ojalá este no sea un mero buen deseo.

El Universal