Con base en mi experiencia de más de cincuenta años en la profesión de auditor, puedo asegurar que este oficio entraña una serie de desafíos derivados de las interpretaciones de distintos grupos sobre la función fiscalizadora. De manera específica, existen diversas representaciones condicionadas a perspectivas individuales. Estas imágenes podrían resultar inexactas debido a un conocimiento parcial de quienes las formulan, lo cual es comprensible; sin embargo, es cuestionable cuando dicha concepción se sesga voluntariamente para satisfacer objetivos específicos que responden a intereses personales o de grupo.

Actualmente podemos decir que la imagen institucional de la Auditoría Superior de la Federación está, en términos generales, bien posicionada ante la opinión pública, los medios de comunicación y los propios entes auditados; no obstante, su presencia en el debate público requiere de una mayor comprensión del papel que desempeña la fiscalización en la acción gubernamental.

Algunas entidades y funcionarios sujetos de revisión por parte de la ASF ven a la labor auditora como un elemento intrusivo en sus responsabilidades, dada la tensión que supone un proceso de esta naturaleza. En este sentido, el proceso fiscalizador podría ser considerado una práctica burocrática, formalista e intimidatoria que trastoca el orden normal de las cosas, obstaculiza la realización del trabajo cotidiano y cuyos resultados representan únicamente, una carga que hay que solventar distrayendo tiempo y recursos que podrían estar dedicados a mejores fines. En suma, la auditoría se plantea como una visita molesta e impertinente que conlleva probablemente la formulación de una serie de observaciones que llegan, inclusive, a rebasar los límites de lo aceptable.

Una visión diferente e igualmente crítica es sostenida por distintos grupos ciudadanos, que consideran a la labor fiscalizadora como desprovista de efectos significativos en el abatimiento de la corrupción, corrección de errores administrativos o la imposición de sanciones efectivas a quienes incurren en actos irregulares. Existen dudas respecto a la eficacia de una institución que, a fin de cuentas, también pertenece al aparato gubernamental; al auditor se le percibe sin fuerza para evitar la impunidad. Esto se agrava por el tipo de argumentación y el formato de comunicación de los resultados de las revisiones, que se antojan poco comprensibles.

Asimismo, en el ámbito de la competencia política, se pretende hacer uso de los resultados de auditoría para atacar al rival en tumo; el grupo que se identifica con el ejecutor del gasto generalmente se siente agredido y es común que, por el contrario, el adversario considere que el auditor es indulgente. Así, la auditoría es concebida como un arma, con lo que su valor técnico se hace irrelevante.

Ante este panorama, el auditor necesita entender que su posición no es agradar, sino decir la verdad y sustentarla con pruebas objetivas. De conformidad con las normas técnicas, debe privilegiar una posición profesionalmente escéptica y, de la misma forma, no permitir que sus posiciones personales interfieran con su juicio, sino dejar que sean las evidencias las que determinen el contenido de sus observaciones. No es una tarea fácil, ni en muchos casos popular, pero su ejecución resulta indispensable para la transmisión de confianza sobre su labor y el fortalecimiento de la rendición de cuentas.

Cuando los resultados de la fiscalización afectan intereses políticos, es de esperarse que la institución sea presa de ataques para desacreditar su imagen y credibilidad. En estos casos, la única protección eficaz se sustenta en la solidez de sus reportes y en la confianza en un trabajo técnico y objetivo, el cual, en el caso de la Auditoría Superior de la Federación, le ha hecho ganar un gran número de aliados a través de los años.

Fuente: El Universal