Seguramente fue un buen gesto: ir a dar el pésame a la familia de Gabriel García Márquez, tan pronto como se enteró de la tristísima noticia de su muerte. Una noticia que se venía anunciando desde antes, aun velada por la discreción de sus cercanos, pero que de todos modos parecía imposible pues —como lo resumió divinamente Elena Poniatowska— “todos creíamos que era inmortal”. Un buen gesto que, sin embargo, mostró otra vez el abismo inevitable que separa a los poderosos de quienes, en cambio, le dan verdadero sentido y horizonte al mundo que vivimos.
No me conmovió su visita a la casa que eligió García Márquez para concluir su vida, sino las referencias de Carlos Salinas de Gortari a la grandeza del escritor inolvidable, con la mirada obsesivamente puesta en el poder político que él mismo ejerció con creces —y que representa todavía, aunque ya esté en pleno otoño—. Entre las declaraciones que hizo tras cumplir su cometido íntimo, tuvo razón al advertir que “el Gabo era ante todo un periodista”, pero cuesta digerir que la primera idea que alguien tenga en la cabeza para elogiar al escritor sea la de sus vínculos con el poder político. Ese que García Márquez no buscaba, sino “que el poder lo buscaba a él”.
La anécdota que el ex presidente quiso contar para explicarse no pintó a García Márquez, sino a Salinas —y de paso a quienes, como él, no pueden ver el mundo sino a través del tamaño de la influencia política que cada ser humano es capaz de ejercer en los demás—. Recordó ahí la llamada “crisis de los balseros” de 1994, entre Cuba y los Estados Unidos, cuando Salinas todavía presidía a México, y explicó que García Márquez medió entre ambos países para que los presidentes Clinton y Castro se encontraran y solucionaran el conflicto. Pero la inflexión final que registraron los medios no tuvo desperdicio: “De ese tamaño —añadió Salinas— era García Márquez”.
¿De ese tamaño era García Márquez? No. Si de tamaños se tratara, haciendo uso de la inevitable referencia fálica que está implícita en la frase, el de García Márquez no podría medirse porque tres presidentes lo hayan buscado en un momento crítico para acercarse y negociar, sino por la magnitud, la belleza y la profundidad de su obra escrita. La trascendencia del cronista y novelista extraordinario no puede ni debe valorarse en función de la cercanía que haya tenido con los hombres poderosos de su tiempo, pues el “tamaño de García Márquez” sería exactamente el mismo si no hubiera intervenido jamás en una crisis. Las categorías indispensables para reconocer la grandeza de un ser humano no son las mismas que se emplean para medir “el tamaño” del poder que ejercen. Mientras que, por el contrario, se puede ejercer una enorme cuota de poder sin la más mínima grandeza.
Pero la mirada de los poderosos es inconmovible: miran siempre a un solo punto y, aunque sean capaces de reconocer la trascendencia de las obras que no se tasan por el ejercicio del poder, no consiguen sino verlas de soslayo y, acaso, extraer lecciones que pueden resultarles útiles para seguir concentrados en el mismo punto, fijamente. Hoy ese punto se entornó por la muerte de García Márquez, como ayer por el vigésimo aniversario del alzamiento zapatista: ese grupo que según la misma mirada fija y obsesiva del hombre poderoso, no estaba formado sobre todo por indígenas maltratados y olvidados que salieron a exigir justicia, sino por quienes “apostaban a descarrilar las reformas y, como no pudieron, entonces promovieron el descarrilamiento del gobierno”.
Nadie sensato podría pasar reproche al pésame que quiso llevar Salinas a la casa del hombre que extrañaremos cada día, como se extraña a un familiar cercano y entrañable. Hasta ahí, santo y bueno. Pero, por favor, que nadie tampoco intente medirlo nuevamente por las manos poderosas que estrechó en las suyas, luego de haberlas empleado para escribir las páginas que describen su grandeza.
Fuente: El Universal