Como en una amplitud de temas de la agenda nacional, la polarización marca el debate sobre la relación del Estado mexicano con los pueblos indígenas en la llamada “Cuarta Transformación”.
En las etapas precedentes pasaron de su eliminación en el acta constituyente de la nueva nación en 1824; la negación de la diversidad en aras de la “unidad nacional”, en la Reforma; y la búsqueda de su “integración” a la cultura y el desarrollo nacional en la posrevolución.
En 1948 se crea el Instituto Nacional Indigenista (INI), con el objetivo de “integrar a los indígenas a la cultura nacional”. En 2002, el INI se transforma en la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) que, ante el fracaso de la integración cultural, con una visión asistencialista, individualista y paternalista, busca sacarlos de su pobreza e “incorporarlos al desarrollo”.
En 1992 la Constitución reconoció que México es una nación pluricultural y en 2001 les reconoce a pueblos y comunidades indígenas un limitado conjunto de derechos. Sin embargo, el Estado incumplió los Acuerdos de San Andrés y continuó considerándolos sujetos de “interés público”, eso es que merecen la tutela del Estado, negándoles su capacidad para ejercer derechos.
La irrupción del EZLN en 1994, como catalizador del movimiento indígena, logra visibilizar la exclusión y el colonialismo interno y articular una posición cohesionada de sus demandas, con lo cual se generan cambios vitales en el país. Un cuarto de siglo después subsiste la exclusión, pero otras cosas han cambiado.
En las últimas décadas se agudizó el modelo neoliberal, siendo sus más preciados objetivos los recursos naturales (minerales, forestales, hídricos, eólicos, etc.) de las regiones más biodiversas del país y del mundo y que se encuentran en territorios indígenas; los intereses se expanden también sobre el patrimonio inmaterial. Hay una violación sistemática a los derechos humanos de defensores de los derechos indígenas. Al tiempo, no sólo se canceló la agenda del reconocimiento, sino que se buscó subvertirlo.
Las experiencias son variadas. La mitad del territorio nacional, particularmente en regiones indígenas, está concesionada a la industria extractiva sin que haya mediado consulta previa; el derecho a la consulta se niega sistemáticamente, no hay ley secundaria que la regule y se tiene que litigar en los tribunales. La Constitución de 2001 acotó la autonomía a los espacios estatales, lo que deriva en simulaciones: por ejemplo, en 2015 el expresidente Enrique Peña Nieto pedía en la ONU homologar las legislaciones nacionales con los instrumentos internacionales, mientras el gobierno federal obstaculizaba sistemáticamente la reforma constitucional indígena en Oaxaca.
Por su parte, el movimiento indígena también tuvo cambios. El zapatismo dejó de ser su eje aglutinador, a cambio, se multiplicaron los focos de resistencia en comunidades y regiones ante la imposición de proyectos o la defensa de sus derechos. Se generaron otras agendas: la disputa por la autonomía política que iniciara en Oaxaca, se extendería a Cherán, Michoacán; Ayutla de Los Libres, Guerrero; Oxchuc, Chiapas; Xoxocotla, Hueyapan, Coatetelco y Tetelcingo, Morelos. Se buscan espacios en los partidos políticos para acceder a los congresos estatales y el federal; en Oaxaca incluso se constituyó un partido que se asume indígena: Unidad Popular; y, en esta entidad, desde 2015, se abrió el espacio constitucional para las candidaturas independientes indígenas.
Pese a este variopinto escenario, en ocasiones se olvida que los pueblos indígenas son heterogéneos, atravesados por diferencias histórico-regionales, socioeconómicas, culturales y políticas. No son un sujeto “único”, ni comparten la misma agenda. Hay pluralidad en la diversidad, con una amplia gama de posiciones; desde las antisistémicas del EZLN, hasta militantes del PRI (o del PAN, PRD, MORENA), pasando por un amplio conjunto de luchas, y de quienes buscan salidas institucionales, mediadas, dialogantes, a sus problemáticas y demandas. Reconocer esa diversidad intrínseca es crucial.
En este contexto inicia un nuevo gobierno. Aun cuando es temprano para evaluar su política respecto a los pueblos indígenas y con lo contradictorias que parezcan, habría que analizar las señales iniciales.
Un indudable avance es el reconocimiento de pueblos y comunidades indígenas como sujetos de derecho público –aun cuando sea en una legislación secundaria, la Ley que crea el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas, INPI—, pues reconoce los avances en los instrumentos internacionales y en 16 legislaciones estatales que reconocen tal carácter (Baja California, Campeche, Ciudad de México, Chihuahua, Durango, Estado de México, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Sinaloa y Yucatán). Este reconocimiento a su capacidad colectiva de ejercer derechos y obligaciones, y su praxis, marcaría una diferencia sustancial con el indigenismo, que consideraba a los indígenas como individuos pobres y, por ello, dignos de la tutela del Estado.
La ley establece un conjunto de atribuciones a tal institución, que no pueden verse como los límites del quehacer gubernamental, sino la posibilidad de construir una nueva relación. Por ejemplo, en su estructura habrá una representación de pueblos y comunidades indígenas, indirecta, acotada y con lagunas, pero impensable en los 70 años del INI-CDI. En ese periodo sólo dos de sus titulares, Marcos Matías y Huberto Aldaz, fueron indígenas. Ahora, la ley exige que el titular del INPI (quien es Adelfo Regino, mixe), sus representantes estatales y los coordinadores regionales, sean indígenas; y es innegable que quienes están ocupando esos espacios cuentan con una trayectoria y experiencia acumulada con las causas y las luchas indígenas. Puede haber insuficiencias y trayectorias controvertidas, pero no puede soslayarse el paso dado. Cierto, el riesgo de ser subsumidos por una agenda simuladora es real, pero también lo es la posibilidad de que se construyan nuevas formas de relacionarse, atender y entender, la compleja situación de las comunidades e impulsar procesos en clave autonómica.
La constitución de consejos regionales de pueblos indígenas y la elaboración de planes de desarrollo regionales, pueden ser clave para la praxis autonómica. Efectivamente, como algunos argumentan, ante los megaproyectos y las acciones gubernamentales, poco se deja a dichos espacios; pero esta visión desdeña la capacidad de las comunidades, asume una posición colonizadora al considerar que los indígenas son manipulados permanentemente y su destino es capitular siempre. La historia dice otra cosa; los pueblos y comunidades han puesto en práctica distintas estrategias en defensa y ejercicio de su libre determinación; por ejemplo, hoy 420 municipios en el país eligen a sus gobiernos locales por sistemas normativos propios y una decena más busca transitar a este régimen electoral.
Los retos y riesgos en la llamada 4ª Transformación se sintetizan en al menos cinco ejes:
1) Los megaproyectos y el derecho a la consulta, en donde los pasos son titubeantes. Mientras en el Tren Maya o la termoeléctrica en Huexca, Morelos, hay reticencias a la consulta, para la construcción del aeropuerto en Santa Lucía se realizó con éxito con la comunidad de Xaltocan; en el Valle de Ocotlán, Oaxaca, tras años de negación sistemática de derechos, se ha revitalizado una etapa de construcción de acuerdos sobre los recursos hídricos; y, en el Programa de Desarrollo del Istmo de Tehuantepec, se realizó el inédito e interesante ejercicio de consultar la perspectiva de desarrollo de los pueblos, así como la forma en que vislumbran incorporarse al programa.
2) La reforma constitucional y legal que se armonice con los instrumentos internacionales, cumpla los acuerdos de San Andrés, incorpore los avances jurisprudenciales de los tribunales y la Corte Interamericana, y atienda las nuevas demandas y contextos de los pueblos.
3) La transversalización de la política pública y el presupuesto destinado a pueblos indígenas, que siempre es visto de manera marginal y desde 2014 tiene recortes año tras año.
4) La apropiación del ámbito regional y municipal por pueblos y comunidades para fortalecer su libre determinación y gestar procesos autonómicos que trasciendan lo comunitario, defiendan sus derechos y construyan una articulación entre las distintas luchas.
5) La representación política directa en el Congreso de la Unión, los Congresos estatales y otros ámbitos de toma de decisión, con procesos acordes con sus sistemas normativos.
La tarea no es menor, pero la respuesta a esos retos marcará si efectivamente se está construyendo una nueva relación.