A México se le considera una nación en conflicto armado. Dejemos que la frase caiga por su propio peso.

Cuando pensamos en conflicto armado, pensamos en guerra. Y usted y yo salimos a la calle todos los días a trabajar, sin riesgo de que nos estalle una bomba que nos lesione o mate. Pero en el país existen entes estatales y no estatales con capacidad de fuego que se confrontan, no en eventos esporádicos, sino de manera continua.

Vivimos un conflicto armado prolongado, violento y con repercusiones catastróficas directas e indirectas para millones de personas, dentro y fuera de México.

Estas aseveraciones no se formulan desde el ámbito de la opinión. Es lo que reporta el Atlas de Conflictos Armados 2022 que elabora el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, cuya sede principal está en Londres, y que parte de una metodología bien elaborada orientada a identificar conflictos armados activos y sus repercusiones en distintos ámbitos.

El estudio define un ‘conflicto armado’ como un enfrentamiento entre dos o más actores organizados que hacen uso deliberado de las armas. Debe cumplir, además, criterios en términos de duración (que duren por lo menos tres meses e incluyan incidentes violentos cada semana o cada 15 días) e intensidad y organización (capacidad de las partes para planear y ejecutar operaciones militares o ataques violentos).

Para que un conflicto que involucra a actores del Estado sea incluido en el Atlas, se requiere el despliegue de fuerzas armadas o policía militarizada.

Por su parte, los grupos armados ajenos al Estado —non-state armed groups—, deben demostrar cierta capacidad logística y operativa (como acceso a armamento y otros equipos militares) o la capacidad para diseñar estrategias y realizar operaciones, coordinar actividades, establecer comunicación entre miembros y reclutar y capacitar personal.

Estas condiciones están presentes en el país. Por eso debemos asumir que México es un país en conflicto.

Pero hay mucho más que una serie de constataciones. El estudio plantea una veta muy virtuosa, de las más valiosas en mi opinión, y que tiene que ver con las dinámicas globales y regionales que entran en juego en cada conflicto descrito.

México, lo sabemos, no suele ser un país que demuestre mucha curiosidad por entender mejor al mundo, aunque, claro, nos gusta exigirle al mundo que nos entienda mejor.

Precisamente por lo anterior pensamos en México como una isla que provoca y convive con sus propios problemas, a su manera. Revisemos, por ejemplo, cómo entendemos la violencia criminal que nos afecta: estamos acostumbrados a decir que es producto de una mala estrategia del gobierno, de la pobreza, de la desigualdad, de la corrupción de nuestros políticos, o de la demanda de drogas en Estados Unidos.

El Atlas de Conflictos Armados ofrece otra vía de conocimiento: una ventana al mundo que es indispensable para enriquecer y profundizar nuestros análisis.

Al leerlo, una entiende que los conflictos se explican por la suma e interacción de factores, tendencias, decisiones e influencias domésticas, regionales y mundiales. Esa mirada geopolítica aporta muchísimo a nuestra forma de entender la violencia que nos aqueja. Por ejemplo, el estudio habla con detalle del rol de China en la cadena productiva del fentanilo, que tiene un impacto en la violencia en México y, desde luego, en la política estadounidense, tanto interna como externa.

También habla de las implicaciones del conflicto centroamericano y de la situación tan difícil que se vive en Venezuela. También debemos considerar estas fuerzas en nuestro análisis.

El panorama que presenta el documento para la región latinoamericana, y para México en particular, no es halagador. Describe tendencias que parecen estar solidificadas; que se mantendrían aun si cambiara la estrategia del Estado mexicano para contener la violencia y la criminalidad. Esto es muy fuerte.

Y es que, si hay algo peor que un Estado incompetente, es un Estado impotente. Por eso los mexicanos tendremos que concentrar esfuerzos en la reconstrucción institucional en los años por venir. Pero también debemos salirnos de la caja en la que solemos buscar las claves de la violencia en el país.

Quiero decir: es indiscutiblemente relevante lo que hagamos desde la política interna, pero no será suficiente. Ahí es donde el Atlas de Conflictos Armados cobra importancia para nuestro país, pues es un instrumento de análisis geopolítico de primer orden.

Me parece, en todo caso, que lo primero que hay que hacer es ponerle un nombre a lo que vivimos. Reconocer que estamos en el mapa activo de conflictos armados quizá nos remueva la conciencia y nos recuerde que lo que vivimos no es normal. Que cada día que transcurre con un conflicto armado abierto es un día en que el país pierde vidas, pero también oportunidades de desarrollo. Un conflicto activo que lleva tantos años es también fuente de erosión de legitimidad y de autoridad del Estado, y ahí donde el Estado se retrae o debilita, el espacio lo ocupa alguien más.

Que sea este Atlas y otros estudios más sobre nuestras violencias los que nos lleven a descifrar las fórmulas para salir del conflicto. El que no queremos ver, el que no queremos nombrar.

Fuente: El Financiero