Ningún Presidente de la historia de México ha llegado al poder con la legitimidad democrática de López Obrador. Por supuesto que, en los números oficiales, los presidentes de la época clásica del PRI obtenían porcentajes altísimos, superiores al 53 por ciento alcanzado por el actual Jefe del Ejecutivo, pero eran producto de simulaciones en las que los resultados se depuraban y maquillaban. Cuando la ficción electoral ya fue difícil de sostener, en 1988 y 1994 los resultados oficiales apenas si pudieron presentar votaciones en torno al cincuenta por ciento y a partir de que las elecciones se volvieron confiables la mayoría absoluta quedó lejos de las expectativas de los contendientes, en comicios divididos en tercios. Así, el triunfo abrumador de 2018 resultó un cataclismo electoral.

Además, gracias a argucias legales, el Presidente contó con una holgada mayoría legislativa durante la primera legislatura de su sexenio, cercana en la Cámara de Diputados a la mayoría calificada necesaria para la reforma constitucional y aún ahora, a pesar de un pequeño retroceso en las elecciones de 2021, cuenta con mayoría para reformar sin contrapesos la legislación secundaria. En cualquier democracia eso sería suficiente para un Gobierno satisfecho de su fuerza, que modelara sus actos con apego al orden constitucional.

Sin embargo, a López Obrador no le basta. Ha decidido gobernar por decreto y pasar por encima de la Constitución cuando esta le estorba, como un Gobierno de facto, en el golpe de Estado permanente, si usamos la definición original del término. Si a partir del siglo XX se ha entendido golpe de Estado como la repentina toma del poder político de forma ilegal y violenta con apoyo militar, en el origen, en el siglo XVII en Francia, coup d’etat se usaba para referirse a las medidas repentinas tomadas por el Rey sin respetar la legislación para imponer su voluntad.

Eso es exactamente lo que ha hecho López Obrador, en connivencia con las cúpulas del Ejército y la Marina, desde que emitió en mayo de 2020 el acuerdo para disponer de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública sin cumplir con los requisitos establecidos en el artículo 5 transitorio del decreto de reforma constitucional que creó la Guardia Nacional. También fue una decisión arbitraria, un coup d’etat, el nombramiento de un militar en activo como director de su Guardia y lo ha sido la integración militar del cuerpo, contra lo establecido en el artículo 21 de la Constitución, aprobado con los votos de los diputados y senadores de su coalición y por las legislaturas de los estados donde su partido tiene mayoría y promulgado por el propio Presidente de la República que inmediatamente decidió comenzar a violarlo.

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