El cambio en la percepción respecto a cómo deben enfocar los Estados el asunto de las drogas, ha sido evidente de unos años a la fecha. Hace una década, fuera de algunos académicos aislados, y alguna publicación ultra liberal, prácticamente nadie cuestionaba el modelo de política adoptado al final de la década de 1960, basado en la prohibición del comercio y del consumo de una serie de sustancias clasificadas como peligrosas, y de la persecución denodada por parte de los Estados de la producción y el tráfico para reducir la oferta, y con ello desincentivar su uso.
Con diferentes intensidades y estrategias variables, este modelo llevó a que países como Colombia o México destinaran recursos ingentes —propios y proporcionados por los Estados Unidos— para combatir a los carteles, con resultados desiguales que, en cualquier caso, han tenido enormes consecuencias sobre las sociedades, y han producido un aumento sustancial de la violencia en sus territorios. A pesar de que el combate a la oferta, con su correlato de aumento de precios de las sustancias y de riesgos para los consumidores, no tuvo los efectos calculados sobre la demanda de sustancias, al tiempo que producía efectos colaterales negativos, el modelo siguió siendo defendido por los actores relevantes, incluso en los países más afectados por sus consecuencias negativas.
Si bien algunos países europeos —España, Italia, Portugal, los Países Bajos— se han movido gradualmente desde hace algún tiempo, hacia estrategias liberalizadoras, y han optado por despenalizar el consumo, y por no centrar sus estrategias en la persecución implacable del pequeño tráfico, mientras echan a andar programas de reducción de daño enfocados a las drogas más “duras”, y mantienen la persecución del gran tráfico, las estrategias más audaces, como las de los Países Bajos y sus coffee shops, no legales pero tolerados, han sido vistas desde América Latina como excentricidades de países ricos, imposibles de adecuarse a las condiciones sociales de la región, y prácticamente todos los gobiernos, con independencia de su signo ideológico, mantuvieron hasta hace muy poco un fuerte consenso en torno a la estrategia prohibicionista.
Sin embargo, en los últimos cinco años ha comenzado un viraje notable que vislumbra un cambio cercano respecto a la política de drogas en el hemisferio occidental. Los desastres de la guerra en México, como antes los ocurridos en Colombia, han conducido a que actores políticos y académicos se hayan pronunciado por abandonar la estrategia prohibicionista y por abrir la discusión sobre un nuevo modelo de regulación más liberal, que ponga el foco en los temas de salud vinculados al consumo de sustancias, y deje de poner el acento en la persecución policíaca de la oferta.
El debate en los últimos meses se ha intensificado. Uno de los grupos que más seriamente se ha puesto a estudiar el tema del cambio regulatorio y de políticas públicas respecto a las drogas hoy ilícitas, es el Colectivo de Estudios Drogas y Derechos, al cual está asociado el Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede de Aguascalientes, donde trabajan Catalina Pérez Correa y Alejandro Madrazo. Ellos fueron los anfitriones esta semana, del seminario en el que se presentó el estudio Usuarios de drogas y respuestas estatales en América Latina. Ahí se presentó un panorama de la manera incremental en la que está cambiando la política de drogas en la región y de los resultados —contradictorios— obtenidos por estos cambios.
Tuve la oportunidad de ser invitado a comentar la ponencia de Peter Reuter, pionero de los estudiosos de este tema, sobre el Reporte de Política de Drogas en América que presentó hace unos meses la OEA, documento que marca claramente el cambio en curso y que presenta retos muy importantes para los diseños de política pública futuros.
Reuter planteó en su presentación, que el reporte partía de la coincidencia sobre las fallas evidentes del modelo actual, pero que no avanzaba realmente hacia la construcción de políticas alternativas. Si bien la oportunidad de cambio se ha abierto -no sólo por las consecuencias evidentemente catastróficas del modelo actual sobre sociedades como la mexicana, sino por el cambio político y de percepción en los Estados Unidos y Canadá, donde los gobernantes saben que no pueden esperar mucho más de la política de restricción de la oferta y se han movido, en Canadá antes y en EEUU desde la llegada de Obama a la presidencia, hacia un enfoque de reducción de la demanda por medio de programas sanitarios y de prevención- el hecho es que no se ha construido un consenso en torno hacia dónde se deben mover las estrategias estatales y más bien han surgido iniciativas locales, como la del Uruguay de avanzar hacia la legalización plena de la mariguana, mientras que el gobierno central de Estados Unidos aceptas los proceso locales de despenalización y legalización.
El problema central de la política de drogas que remplace al paradigma prohibicionista, es que no se han terminado de establecer con claridad sus objetivos. En México, por ejemplo, muchos de los defensores actuales de cambios liberalizadores han apostado a que con ello se va a lograr una reducción importante de la violencia que hoy azota al país. Sin embargo, es posible que se trate de una ilusión. Si bien la intensificación de la guerra contra las drogas a partir de la llegada de Calderón a la presidencia incidió indudablemente en el aumento de la tasa de homicidios, las peores consecuencias de la política de Calderón fueron producto de una situación preexistente y que no se resuelve simplemente con la legalización de las drogas. La violencia incontrolada es fundamentalmente producto de la inveterada debilidad del Estado y de su tradicional papel como administrados de la negociación de la desobediencia de la ley, cuando debería ser la organización encargada de imponerla. Así, los efectos de un posible cambio de política de drogas sólo serán positivos sobre la violencia, si las reformas contribuyen a fortalecer al Estado y su capacidad de imponer la ley.
El cambio en la política de drogas debe promoverse no sólo como un asunto de política de seguridad, sino, sobre todo -y en ello coincide el reporte de la OEA- como un tema de política de salud. La prohibición de las drogas tiene que ser sustituida por procesos de regulación que pongan en el centro la reducción de los riesgos y daños asociados al consumo, y en buena medida, aumentados por la prohibición misma. La prohibición debe terminar porque sus resultados han sido catastróficos precisamente ahí donde pretendía tener efectos benéficos: sobre la salud de los consumidores.
Sin embargo, no es una cuestión trivial la construcción de políticas alternativas, como demuestran los complejos problemas de implementación de la legalización de la mariguana en Washington, expuestos a detalle en un reportaje publicado por The New Yorker esta semana. Si bien parece haber avanzado ya la idea de que la política de drogas debe cambiar, ha llegado el momento de fijar la atención hacia dónde debe ser ese cambio, y el reto parece enorme.
Fuente: Sin Embargo