Casi todos los pronósticos dicen que el Pacto por México no conseguirá sobrevivir un segundo año. Se aducen cuatro razones para prever esa nueva ruptura de la clase política: el cambio de mandos en los dos principales partidos de oposición; las diferencias irreconciliables en torno de la reforma energética; la irrupción de nuevas agendas políticas y sociales; y el anticipo de las estrategias electorales para el 2015. Y yo añadiría otra: el agotamiento del bono político otorgado al Presidente de la República.
No celebro ninguna de esas razones ni tampoco su conclusión. Pero la verdad es que el Pacto nació de la coyuntura sexenal y fue posible, en buena medida, gracias a las habilidades de negociación del nuevo equipo de gobierno. Fue un listado de compromisos —algunos francamente prometedores— que no alcanzó, sin embargo, a formar un piso común destinado a sacar al país de sus principales amenazas. El Pacto fue diseñado desde un principio como un programa de acción, mucho más que como un acuerdo fundacional; y su base estuvo siempre en la palabra empeñada y en el cumplimiento de esas acciones, mucho más que en la construcción institucional.
El problema de ese diseño es que los resultados de un programa de gobierno —o de Estado, pues, si se prefiere la hipérbole— nunca son exactamente iguales a su enunciado inicial. En materia de políticas públicas, lo único que sabemos con absoluta certeza es que, a la hora de pasar del programa a la realidad, algo saldrá mal. Las promesas nunca son idénticas a su cumplimiento. De modo que mientras más largos son los listados de buenos propósitos, más amplio es el desencanto postrero. Y así sucedió con el Pacto: la reforma educativa no fue como la pintaron, la fiscal fue muy diferente, la agenda social todavía no acaba de conformarse y las reformas políticas anuncian un nuevo desastre. Y por su parte, la reforma energética ya está en la antesala del desencuentro definitivo.
Supongo que ya es tarde para desandar el camino y replantear los términos de un acuerdo político nacional, menos programático y menos extenso, pero más comprometido con el largo plazo. Un pacto de principios e instituciones y no de agendas consumibles con el paso del tiempo. Un pacto de principios irrenunciables con los derechos fundamentales, con la igualdad social, con la honestidad del servicio público, con la reconstrucción de la paz y con la administración franca de la justicia. Y de instituciones consagradas a conseguir esos fines, empezando por los tres poderes formales, pasando por los gobiernos locales e incluyendo la vigilancia de eso que llamamos la sociedad civil (academia, medios, empresas y organizaciones de causa).
Si los pronósticos fatales sobre la vigencia del Pacto se cumplen, seguirá siendo cierto que los problemas principales de México seguirán esperando respuesta y seguirá siendo un hecho que la clase política tendrá que adaptarse a las circunstancias. Lo peor que nos podría suceder es que volvamos a la dinámica hostil de confrontación de los años presididos por Calderón y que la violencia siga aumentando en las calles, la impunidad en la procuración de justicia, la pobreza en la sociedad, el estancamiento en la economía y el desencanto político, renovado, entre toda la sociedad.
Quizás sea el momento de ir construyendo un segundo capítulo: un nuevo Pacto con México. Un nuevo acuerdo que reconozca que la agenda inicial se agotó pronto y que ningún otro listado pragmático y partidario podrá suplir la obligación cotidiana de nuestra clase política por hacer frente a los problemas que están desafiando la democracia. Quizás sea una oportunidad para llamar a la mesa a otros actores sociales y fijar un acuerdo sensato que nos ponga de nuevo en la ruta de la consolidación democrática. Quizás, también, sean puros sueños guajiros. Pero los prefiero a la simple resignación de atestiguar la enésima ruptura de la esperanza.
Fuente: El Universal