No es una novela, pero el relato de los hechos se lee con el flujo suave de la alta literatura. Adiós a los padres, la biografía genealógica de Héctor Aguilar Camín, es el libro de una familia rota por una secuencia de agravios y fracturas. Tampoco es un texto sobre corrupción y la ausencia del Estado de derecho, pero detrás de cada historia personal hay una arbitrariedad impune. Como termitas que carcomen la estructura de la madera, el abuso y la injusticia cotidiana permean las relaciones humanas y pudren los afectos más profundos. La digestión amarga de estas arbitrariedades marcó una historia de abandonos, silencios y rencores.

El abuelo paterno de Aguilar Camín era un próspero empresario que sumaba en sus teneres un cine, una gasolinera y la tienda de abarrotes más próspera de Chetumal. La secuencia de éxitos empresariales se frenó de tajo cuando llegó a gobernar el territorio de Quintana Roo un señor de nombre Margarito Ramírez. El nuevo virrey sólo le impuso una condición al sector privado de su comarca: si quieren hacer negocios me tienen que hacer su socio. Don Lupe Aguilar se negó a bailar el son que le imponía el cleptócrata tropical. Este rechazo fue la premisa de su infortunio.

El abuelo del escritor no pudo cobrarle la desventura al gobernador Margarito, pero se desquitó con su propio hijo. Héctor Aguilar Marrufo tenía las dos precondiciones fundamentales para ser un buen empresario: era un tipo optimista y bien dispuesto a tomar riesgos. Sin embargo, el joven emprendedor cometió un error que le menguó la vocación y le devastó el alma: confió en la palabra de su padre. Una deuda de 4,000 dólares por una concesión de madera se convirtió en un crédito incobrable. La estafa paterna, la estrechez económica y la ausencia de un sistema de justicia que le permitiera recuperar el patrimonio prestado convirtieron al marido alegre y soñador en una sombra de sí mismo.

Ya en la Ciudad de México, Emma y Luisa Camín, madre y tía del escritor, montaron una Pyme basada en su buen oficio para el corte y la confección. Con un crédito compraron máquinas de coser y alquilaron un pequeño local para inaugurar la tienda de ropa Mamá y Yo. Con algunos tropiezos, el negocio empezó a prosperar lo suficiente para cubrir las necesidades familiares y la falta de ingresos por parte del jefe de familia. Sin embargo, la nube negra de la ausencia de ley se volvió a cernir sobre ellos. Ahora en la forma de un robo. Una madrugada de 1958, unos ladrones se llevaron las máquinas de coser, aún sin pagar, la ropa, toda la tela y hasta los maniquís. Ellas creían que su naufragio tenía una balsa de salvamento. Las mujeres previsoras le habían dado a Héctor Aguilar Marrufo un dinero para asegurar las máquinas de coser, pero él lo gastó en trámites burocráticos para un negocio de transportes. Con la dignidad en bancarrota, un día el padre de Aguilar Camín cerró la puerta de su casa para abandonar a su esposa y a sus cinco hijos. Poco o nada supieron de él por los próximos 36 años.

Al final de sus días, al borde de la indigencia, Héctor Aguilar Marrufo guardaba un archivo de papeles judiciales donde soñaba que los tribunales mexicanos le devolvían el patrimonio y el amor propio. Su sueño de anciano era recuperar algo de la fortuna perdida para heredarlo a sus hijos y así tratar de saldar el adeudo impagable de su ausencia.

Adiós a los padres es muchos libros en un solo texto. Aquí sólo describo cómo el vivir en un país enfermo de corrupción, injusticia y crimen rompe vidas, vocaciones y familias. El gobernador que extorsiona al empresario, la justicia que no permite recuperar una deuda o el crimen que asola a un pequeño negocio son historias de un país que se aferra a perpetuar lo peor de sí mismo.

@jepardinas

Fuente: Reforma