Un amigo me hizo llegar un ejemplar de La verdad (honesta) sobre la deshonestidad (HarperCollins, 2012) en el que Dan Ariely, psicólogo del comportamiento económico, sugiere que la mayor parte de la gente está dispuesta a engañar a otros para obtener beneficios indebidos, hasta el límite de su propia justificación ética. En otras palabras: una persona estará dispuesta a corromperse —a hacer trampas, a cometer fraudes— mientras su conducta no rebase los límites de su conciencia sobre lo que considera moralmente válido. Por eso hay pocos individuos completamente buenos o completamente malos: la mayoría vive en una zona gris dispuesta a cometer algunos actos indebidos, que califican como algo aceptable o justificado.

Sobre la base de una larga serie de experimentos conductuales (que contradicen la versión neoclásica del individuo que sólo busca, obsesivamente, la optimización de sus ganancias) Ariely sugiere que las decisiones éticas están sometidas a un permanente conflicto de interés entre el beneficio personal y la autoestima. No todo depende de las normas establecidas o del castigo que se desprendería de infringirlas, dice, sino de la percepción que cada individuo tiene de sí mismo, de modo que los límites no solo son externos sino propios: cada quien engaña tanto como cree que es justificable, para sentirse bien consigo mismo y con quienes le rodean.

Mientras lo leía, pensaba en la moral muy laxa de nuestra clase política, que suele aprobar y aun aplaudir conductas indebidas —que juzga como inmorales en sus adversarios— en nombre de la causa que dicen perseguir. Saben bien que es inmoral hacerse de dinero bajo la mesa para gastarlo en las campañas; saben que es inaceptable repartirse cargos públicos para ensanchar sus ámbitos de influencia; saben que es ilícito exigir un porcentaje de los sueldos que ganan sus subordinados para incrementar las bolsas destinadas a comprar votos; saben que es inaceptable que condicionen el flujo de dinero de los programas diseñados para aliviar carencias, a la lealtad electoral de quienes los reciben; saben que es indecente pactar apoyos gubernamentales para acrecentar la influencia de sus líderes o de sus banderías. Pero lo hacen, curándose en salud moral, con el motivo superior de ganarse las guirnaldas.

El conflicto entre los límites morales y las decisiones abusivas se resuelve minando al adversario y cantando el himno propio. Recibir aportaciones líquidas y abrir cuentas bancarias con prestanombres para esconderlas es un crimen si lo hace el otro; poner la burocracia al servicio del partido es un recurso sucio, a menos que sirva al interés superior del gran proyecto nacional en curso; desviar dinero de contratos adjudicados a las empresas leales es parte de la estrategia pragmática para evitar el triunfo de los malos; emprender campañas negras de estigmatización y desprestigio es válido cuando el denostado es el de enfrente pero perverso si se les ataca a ellos; quebrar o burlar las reglas electorales es moralmente plausible si se gana, pero es fraude si se pierde. Como los fines que persiguen son magníficos, esas conductas son justificables: por la transformación todo se vale, todo se justifica.

De ser correctas las tesis del psicólogo Ariely, quienes cometen esos despropósitos no se sienten culpables sino héroes, pues fueron capaces de romper sus propios límites por una causa superior y en vez de avergonzarse —como el Raskólnikov de Crimen y Castigo—, creen sinceramente que deben ser reconocidos y premiados. No ven en sus conductas una moral doble, sino un motivo de orgullo y autoestima. Como los conversos medievales, son capaces de hacer todo lo que sea preciso para honrar su fe. Los cínicos y los hipócritas son otros, pues el engaño es siempre ajeno.

Fuente: El Universal