La erosión de la confianza de los ciudadanos en sus dirigentes y sus instituciones políticas es un fenómeno que se ha venido generalizando en todo el mundo, en buena medida porque la legitimidad que otorgan las elecciones a los gobernantes no se traduce inmediatamente en confianza en su gestión.
Sin embargo, en México la desconfianza en nuestros políticos y gobernantes ha sido un rasgo distintivo de nuestra cultura política que sigue vivo, con todo y los grandes cambios que han experimentado nuestras instituciones políticas en los últimos veinte años.
En nuestro país, sospechar de lo que afirman las autoridades es una actitud socialmente valorada, porque implica que se es lo suficientemente inteligente y perspicaz como para poner en duda al discurso del poder. La pluralidad política de la que hoy gozamos no ha servido para desfundar las bases de la desconfianza, sino solamente para diversificarla y reafirmarla.
Esta arraigada desconfianza en nuestros gobernantes ha vuelto a manifestarse en ocasión de la captura del El Chapo Guzmán que fue la noticia central de la semana pasada.
A pesar de que, como dijera Raymundo Riva Palacio, el anuncio de la detención del El Chapo fue discreto porque las autoridades que lo difundieron no hicieron alarde de fuerza al no ser quienes presentaron al detenido, las dudas sobre la manera como fue capturado surgieron de inmediato. Se explicó que la detención había estado a cargo de la Secretaría de Marina, como resultado de un trabajo coordinado de todas las áreas de seguridad del Estado mexicano, utilizando información proporcionada por la DEA. Empero, una semana después persistía el rumor de que la operación había sido concertada y con agentes norteamericanos. El propio presidente Peña Nieto tuvo que negarlo públicamente.
La predisposición a desconfiar de las versiones oficiales es producto de una construcción social, porque tenemos detrás una larga historia de desinformación y también de ineficacia en la aprehensión y el procesamiento judicial de los capos del crimen organizado. En cambio, los avances tecnológicos nos permiten contar con cada vez más fuentes de información. Es decir, tenemos insuficiente e inconsistente información oficial en medio de ríos de información de acceso libre que no somos capaces de revisar, decantar y procesar para mejorar nuestra comprensión de los sucesos.
En este contexto, el cuestionamiento de la identidad del El Chapo y la afirmación de que se trataba de un montaje es un buen ejemplo de la paradoja que implica tener acceso a caudales de información, sin posibilidades de verificar su autenticidad, o de contrastarla con los datos oficiales. La novedad aquí fue que la versión no surgió del imaginario colectivo, sino de una fuente pública, un sitio de internet de origen norteamericano: huzlers.com.
Como bien comentó Mario Campos, al analizar dicha nota en EL UNIVERSAL, ésta saltó de un sitio de internet a otro y fue reproducida por las redes sociales y no fueron pocos los que la dieron por cierta. Esto obligó a las autoridades a desmentirla, a mostrar resultados de las pruebas de laboratorio, reaccionando ante las expresiones de incredulidad.
El dilema que vivimos hoy en la era de la información es que tenemos acceso a enormes volúmenes de datos y notas, pero ello no robustece nuestra capacidad crítica y bien documentada, sino que más bien refuerza las convicciones más arraigadas, esto es, nuestra cultura de la desconfianza.
Si coincidimos que la desconfianza lesiona los pilares de las instituciones democráticas, particularmente cuando son incipientes como las nuestras, el único antídoto para combatirla es más información, de mejor calidad, oportuna y con fuentes de información verificadas y verificables.
En la construcción de este antídoto, el periodismo de investigación juega un papel primordial porque ayuda a decantar, a analizar, a comprender la información, sin tener que renunciar al derecho de acceso a todo tipo de fuentes de información libres.
Fuente: El Universal