Aunque la filosofía política ha insistido una y otra vez en que las ideas anteceden a las acciones, el puente que las entrelaza nunca es lineal. Pasar de las ideas a la acción, sin traicionarlas, ha sido uno de los mayores desafíos de la historia humana. Sin embargo, hay momentos en los que una sola idea se impone a las otras y justifica todas las decisiones. No un conjunto de ideas plurales sino una sola que se refuerza a sí misma y que anula, en su propia dinámica, cualquier contradicción posible.
Es el caso de México hoy. No estamos ante un debate de ideas contrapuestas sino ante la lógica de una acción permanente diseñada en función de la derrota de quienes se oponen o estorban a los propósitos del único que ordena. Quienes defienden sus decisiones desisten de los argumentos porque no los necesitan: prefieren las descalificaciones negando cualquier evidencia e inventando un futuro cuya realización depende de la eliminación de cualquier crítica o cualquier adversario del líder del movimiento.
La simpleza de la idea única que sostiene el gobierno del presidente López Obrador se refrenda con sus acciones y nada más. Atrapada por un círculo vicioso que no había conocido antes la historia mexicana, la legitimidad del régimen se consolida más en la medida en que más se le refuta.
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