Una vez más está prosperando la idea de modificar las reglas electorales. Y una vez más, la coyuntura amenaza con ponerse por encima de la experiencia, con el riesgo de cometer nuevos errores de largo aliento en la zona más frágil del sistema político mexicano: el dinero que emplean los partidos en sus campañas electorales.
Una de las ideas que ha concitado mayores adeptos y que incluso se ha inscrito en los acuerdos del Pacto por México, es la de anular elecciones cuando el ganador rebase los topes de gastos de campaña.
Una propuesta que se ha extendido como reacción a los argumentos presentados en contra de la legitimidad de las elecciones pasadas —y de los excesos y los abusos cometidos desde mucho antes—, que sin embargo pretende dejar intacto el financiamiento que paga la vida de los partidos y pasar por alto las debilidades del sistema de fiscalización en vigor. Una suerte de gatopardismo llevado al extremo: que todo cambie, para dejarlo peor.
No ignoro que el dinero se ha convertido en el mayor dolor de cabeza de los procesos electorales, ni contradigo la intención de cambiar las normas para tratar de afrontar los excesos. Apenas si es necesario recordar que desde que comenzó el Siglo XXI, la entrada ilegal de dinero y los abusos cometidos por los partidos en el gasto de las campañas marcaron la agenda electoral del país —con el Pemexgate y los Amigos de Fox como referencias inexcusables—.
Pero la clase política mexicana suele confundir con demasiada frecuencia las entradas y las salidas: los efectos visibles con las causas de los problemas, y tiende a suponer que el incremento de los castigos es suficiente para disminuir las malas conductas.
Amenazar con la anulación de las elecciones por rebasar los topes de gasto de campaña es tan ingenuo como suponer que la imposición de la pena de muerte es suficiente para erradicar los delitos. Mientras el sistema de financiamiento siga aceptando todas las opciones actuales y mientras la fiscalización de los gastos siga haciéndose como ahora, será técnicamente imposible otorgar total certidumbre a la transparencia y la honestidad de los ingresos y los gastos de los partidos. De modo que establecer esa regla de anulación equivaldría, en la práctica, a dejar al buen juicio de un puñado de contadores públicos la legitimidad completa de los procesos electorales.
Es imposible conseguir una fiscalización plena cuando los sujetos fiscalizados cuentan con la prerrogativa de obtener dineros por todos lados —de la federación, de los estados y de aportaciones privadas, en dinero y especie— y cuando sus canales de gasto están igualmente diversificados. Para limitar ese queso gruyere, los partidos tendrían que disponer de una sola cuenta concentradora de todos los ingresos que obtienen, controlada directamente por las autoridades electorales, y ejercer todos sus gastos por esa vía —como de hecho sucede en algunos países de Europa—. Ninguna aportación adicional podría ser aceptable, ni podrían ejercer ningún gasto que no fuera revisado en tiempo real por los órganos fiscalizadores a través de esa cuenta.
Además, tendrían que disponer de un inventario preciso de bienes y patrimonio —para evitar que el dinero se cuele en especie—, registrar todos sus recursos humanos profesionales y dar los nombres de quienes decidan entregarles aportaciones privadas, incluyendo los montos exactos que irían a esa cuenta concentradora. Todos los ingresos y todos los gastos en un solo sitio, manejado conjuntamente con las autoridades electorales.
Cualquier otra opción –ojalá consultaran al menos la opinión de la Auditoría Superior de la Federación—es tan ingenua como peligrosa: en lugar de electores, la democracia mexicana descansaría en el honor de los contadores.