Los partidos satélite han existido en México desde que Plutarco Elías Calles convocó a transitar de “un país de caudillos a un país de instituciones”. Su naturaleza y sus propósitos han variado con el paso del tiempo, aunque siempre han mantenido cuatro rasgos característicos: han sobrevivido gracias al apoyo del régimen, han sido aliados y compañeros de ruta del partido hegemónico, han cumplido funciones de legitimación política y han sido un contrapeso hacia los verdaderos partidos de oposición. Pero todos, también, acabaron siendo un agobio para sus padrinos y promotores.

Todos sabemos que el Partido Verde ha asumido con alegría su papel de satélite de otras organizaciones con peso electoral propio. Así lo hizo con el PAN durante una parte de su equívoca trayectoria, hasta que sus relaciones se quebraron por el incumplimiento de las promesas cruzadas. Pero hoy el Verde juega otra vez con el PRI, que le ha concedido el dudoso privilegio de convertirse en el centro de la mayor controversia del proceso electoral que está en curso, mientras el tricolor sigue apaciblemente sus propias campañas políticas.

Doble favor para el PRI: de un lado, el Verde ha conseguido atraer las miradas del círculo rojo gracias a su reiterada vulneración de las reglas electorales, desviando la atención de cualquier otro episodio que, de momento, pudiera incomodar a sus promotores; y de otro, le estaría ofreciendo un número considerable de votos a la coalición parlamentaria que eventualmente respaldará las decisiones del gobierno de Peña Nieto en la Cámara de Diputados. Desde una mirada táctica, de muy corto plazo, esa relación no podría ser más provechosa: mientras el PRI despliega sus velas en calma, el Verde se vuelve el blanco de todas las críticas; y la coalición, en conjunto, hace cuentas de las curules que puede ganar.

Sin embargo, las campañas políticas ya no pueden hacerse a la usanza tradicional. O no, al menos, ante una franja cada vez más amplia de la sociedad. Ni la tecnología actual ni la forma en que las nuevas generaciones perciben la vida política corresponden con las viejas formas de ganar votos. Aunque esas prácticas persistan de manera obstinada y se siga recurriendo a la captura clientelar de sufragios y al uso electoral de los programas sociales, lo cierto es que la fuerza de las redes sociales y el rechazo de las nuevas generaciones a las rutinas abusivas del siglo XX pueden modificar la balanza en cualquier momento.

De momento, la mala fama y el costo de la mala conducta ya están pesando sobre las intenciones de voto a favor del Partido Verde. Pero no es imposible que un sector amplio de los electores acabe por comprender las implicaciones políticas de la ecuación que está detrás de esa alianza; es decir, que votar por el Verde equivaldría a votar por el PRI y que votar por el PRI, también equivaldría a votar por el Verde. No queda mucho tiempo para modificar radicalmente las preferencias electorales, pero la mala conducta del partido satélite ya se ha convertido en el dato más relevante del proceso electoral de 2015 y sólo faltaría observar la importancia de esa ecuación (Verde=PRI/PRI=Verde), para que las aparentes ventajas tácticas de la alianza entre esos partidos acaben lastrando los resultados electorales de ambos.

Todos los partidos satélite del antiguo régimen acabaron mal. Pero el Verde es una versión inédita de ese género, no sólo porque su historia comenzó con la pluralidad partidaria de México sino porque todavía podría conservar su registro dejándose llevar por la inercia. Con todo, me pregunto si sus promotores del PRI seguirán celebrando la mala conducta de su pareja después de las elecciones, cuando no sólo sea obligatorio hacer cuentas de las aportaciones que cada uno hizo a ese matrimonio, sino hacer frente a la mala fama y pagar los agravios acumulados.

Fuente: El Universal