Con mi solidaridad a Raymundo Ramos.

El Estado mexicano se cae a pedazos y no aparecen en el horizonte políticos con la capacidad de detener el derrumbe. Es más: el actual Presidente de la República, con el mazo dando, ha quitado los puntales que detenían a la destartalada estructura, sin construir siquiera un andamiaje que apunte a una nueva edificación. El pliego de mortaja que acaba de anunciar es sólo negativo: las reformas que propone como conclusivas de su delirante proyecto son sólo más destrucción, como desaparecer todos los órganos autónomos.

Entre los escombros, las Fuerzas Armadas recorren el territorio descontroladas, disparando antes de preguntar y espiando a defensores de derechos humanos, académicos y periodistas que cuestionan su ineficacia como policías y sus violaciones consuetudinarias de los derechos humanos, incluidos crímenes atroces, convertidas en las principales beneficiarias políticas, presupuestarias y empresariales del conflicto armado que vive México.

La justicia mexicana es incapaz de resolver aquí los delitos y los casos de corrupción, mientras el Gobierno pretendidamente defensor de la soberanía festina que sean los tribunales de Estados Unidos los que condenen a los politicastros hampones o a los capos mafiosos que aquí corrompen y controlan a las autoridades de todos los niveles e intervienen en los procesos electorales para imponer a sus agentes protectores.

La violencia homicida es una auténtica epidemia que se ceba en los varones jóvenes con una crueldad inefable. Viajar como turista a México implica riesgos mortales y las mujeres son víctimas de un ambiente asesino, nutrido de la cultura machista, que el Gobierno sólo combarte de dientes para afuera.

El tiradero nacional nutre la demagogia chovinista de los políticos gringos, que ya amenazan con intervención militar para controlar la situación en México, culpable, según ellos, de las muertes por sobredosis de opiáceos que flagelan a sus ciudades, y alienta la carrera de personajes de la calaña de Trump y sus imitadores.

La crisis estatal tiene, es obvio, múltiples causas. La elusión de cambios fundamentales en la estructura del Estado en el ocaso del PRI, que mantuvo el sistema de botín de la administración pública y el rentismo de la economía mexicana, entrelazados con el control político de carácter corporativo y clientelar, impidió que el tránsito del monopolio político al pluralismo electoral se convirtiera en una auténtica transición de un Estado natural de acceso limitado a un orden social de acceso abierto.

Pero la mayor carcoma del Estado mexicano proviene de la existencia de grupos con suficiente capacidad de violencia como para imponer su propio orden local y su sistema de exacciones. Y esos grupos existen porque han tenido un gran negocio, que les permitió comprar armas y reclutar ejércitos y convertirse en competidores del monopolio estatal: el mercado clandestino de drogas.

El Estado mexicano está en crisis porque ha perdido el monopolio de la violencia. Desde la década de 1980, las organizaciones de tráfico de sustancias ilegales se habían fortalecido, cuando añadieron a su cartera de exportación a la cocaína, además de las tradicionales mariguana y amapola procesada.

El control del abasto a una nutrida demanda, imposible de contener a partir de la persecución policiaca, con capacidad de provisión amplia y suficientes recursos para corromper al entorno político, propició el desarrollo de organizaciones especializadas en el control de rutas de tráfico ilegal muy complejas.

Sobre la base de dos grandes prohibiciones, la de la libre circulación de personas y la de las drogas, se construyeron redes organizacionales con mecanismos de solución de controversias basados en la violencia y con gran capacidad corruptora del entramado estatal local. Entre más sustancias se prohibían, más se fortalecían estas redes. De cualquier manera, aunque la violencia no era infrecuente, estaba relativamente contenida, porque a nadie le conviene más la guerra que la paz.

Felipe Calderón proclamó que aplastaría a esas organizaciones y que desmantelaría todas las complicidades entre los poderes locales y las redes de tráfico clandestino, y de plano involucró al Ejército y a la Marina en una guerra abierta, aunque ilegal. Entonces se armaron en serio los balazos y desde entonces no han parado. En México existe un conflicto interno armado no reconocido formalmente, del cual las Fuerzas Armadas han sacado grandes réditos económicos y políticos, mientras que los políticos civiles están en babia, cuando no se involucran como vendedores de protección estatal ilegal.

La crisis del fentanilo se ha convertido en una oportunidad para medrar tanto para las Fuerzas Armadas como para las organizaciones de tráfico clandestino. Una política de drogas errónea, desarrollada en los Estados Unidos e impuesta al resto del mundo, que se centra en el combate a las redes de provisión ilegal, sin sustituirlas por unas reguladas en condiciones sanitarias adecuadas, no ha reducido la disponibilidad de sustancias en las calles, mientras que ha aumentado la peligrosidad de lo traficado.

Tanto la crisis estatal en México como la crisis sanitaria en los Estados Unidos tienen la misma causa: la política de drogas prohibicionista. La necedad conservadora de sostenerla contra toda evidencia está matando en Estados Unidos a una generación por sobredosis. En México el exterminio ha sido a balazos, con un costo institucional ingente, con la soldadesca en las calles imponiéndose a sangre y fuego, aunque de manera efímera, mientras los ajustes de cuentas y las luchas por las rutas son simplemente gore. Eso sí: la disponibilidad de drogas en las calles no ha bajado un ápice ni se ha detenido el tráfico de personas. Un fracaso sanguinario, que está llevando al colapso del Estado civil.

Fuente: Sinembargo