Las recientes elecciones locales nos han mostrado con claridad la manera en la que se ha construido la democracia en México. Al igual que la mayoría de las edificaciones de las ciudades del país, la democracia mexicana muestra su falta de diseño coherente, la suma de pisos de diferentes manufacturas, la improvisación para salirle al paso a las necesidades emergentes, las varillas oxidadas dejadas a la intemperie a la espera de una nueva etapa constructiva que no ha llegado, la fachada como copia kitsch de modelos más refinados, balaustradas venecianas combinadas con cancelerías de aluminio dorado. En varios estados las autoridades locales sólo son autónomas de forma, aunque en la práctica los integrantes de sus consejos siguen siendo empleados del Gobernador omnímodo; en otras, como en Baja California, la corrupción y los contratos a los amigos llevaron a que hasta el Programa de Resultados Preliminares fallara. En fin, una democracia a la mexicana, que se mantiene en pie a pesar de mostrar con evidencia sus fallas estructurales.
La democracia en México se ha ido edificando sobre la base de un antiguo régimen supuestamente cimentado en principios constitucionales democráticos, pero que en la realidad habían sido modificados para sustentar el edificio del control monopólico del PRI. La connivencia tripartidista se ha abierto paso entre reglas del juego establecidas para hacer funcional el control político centralizado de un solo partido. Así, el proteccionismo diseñado para cerrar las opciones de salida a los integrantes de la coalición dominante y para cerrarle el paso a competidores peligrosos, ha sido adaptado para obstaculizar la aparición de partidos distintos a aquellos que pactaron en 1996, mientras que en los cimientos profundos de toda la construcción institucional se ha mantenido esa piedra fundacional del viejo edificio que es la no reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos y la no reelección absoluta de los gobernadores y del presidente.
A pesar del tópico nacional que considera a la no reelección como la materialización histórica del anhelo democrático maderista, en realidad la imposibilidad de repetir en un cargo a través de los votos es completamente disfuncional en un arreglo democrático. Madero, como muchos otros de su generación en toda la América Latina, vio en la reelección continua la base del autoritarismo del hombre necesario que se había perpetuado en el cargo. La no reelección se difundió por la región como el único mecanismo a la mano para evitar la concentración absoluta del poder, en un entorno en el que el sufragio efectivo era una aspiración inalcanzable debido a la inexistencia de ciudadanía; la desigualdad económica y la diversidad cultural convertían a la igualdad política en una ficción jurídica: una más de las muchas sobre las que se construyeron los estados latinoamericanos del siglo XIX.
Sin embargo, la no reelección en México no fue un producto resultante del triunfo del ideal de Madero –quien, por lo demás, se refería concretamente en su libro, convertido en lema, a la reelección de Porfirio Díaz en 1910, no a la reelección como principio general–. Aunque la no reelección presidencial quedó asentada en la Constitución de 1917, nada se dijo entonces de los diputados, los senadores o de los concejos municipales; incluso los gobernadores podían buscar ser reelectos con el intervalo de un período.
La no reelección como principio general del arreglo institucional mexicano no quedó establecida hasta 1933, después de que incluso la reelección presidencial de Obregón había sido permitida por una reforma constitucional a modo. No fueron los principios maderistas los que llevaron a los legisladores de todo el país a aprobar una reforma constitucional que terminaría con sus carreras autónomas, sino la dinámica del proceso de centralización política iniciado con la fundación del Partido Nacional Revolucionario en 1929. Lo que se pretendía con la eliminación de la posibilidad de reelección continua de legisladores y ayuntamientos y la imposibilidad total de reelección de gobernadores y presidentes era convertir al partido en el espacio disciplinario de los políticos y garantizar la circulación política en condiciones no democráticas. Como lo ha explicado Benito Nacif (1996). (Electoral Institutions and Single Party Politics in the Mexican Chamber of Deputies, México: Centro de Investigación y Docencia Económica.)
En algún sentido, la prohibición constitucional de la reelección continua (de diputados y senadores) fue un experimento temprano con la ‘ingeniería institucional’, desarrollado en busca de efectos calculados sobre la operación del emergente partido hegemónico. La no reelección cambió las ‘opciones institucionales disponibles’ para los políticos en busca de promoción política. La rápida y amplia rotación en los puestos evitó claramente el desarrollo de carreras ‘internas’ en el Congreso nacional, las legislaturas estatales y los gobiernos municipales. Al institucionalizar el juego de las sillas musicales, la no reelección reforzó el papel y, por lo tanto, la fuerza de la organización nacional del PNR (…). Para satisfacer sus ambiciones, de acuerdo con lo moldeado por las nuevas instituciones electorales, los políticos locales se convirtieron en enteramente dependientes de la organización nacional del partido, el PNR, que regulaba el acceso a un amplio espectro de rotación de puestos, desde los gobiernos municipales a los estatales y al federal.
Fue gracias a la imposibilidad de reelección inmediata que los presidentes omnímodos de la época clásica del PRI consiguieron mantener la aquiescencia de congresos en los que todas sus iniciativas se aprobaban sin chistar, pues cada legislador sabía que la continuidad de su carrera dependía de la disciplina mostrada al señor del gran poder, quien repartía el empleo público. Una posición independiente, un voto en contra, podían significar el final de la propia carrera. Lo que se premiaba era la lealtad al Presidente en turno y a las reglas del partido. Cada tres años el juego de las sillas volvía a comenzar y el que se equivocaba se quedaba sin asiento.
Hoy, cuando los votos cuentan, el juego de las sillas de la no reelección no sólo frena las carreras especializadas de los políticos en el ámbito municipal o el legislativo; también impide que los ciudadanos usen su voto como instrumento de rendición de cuentas, pues no sirve para premiar a los buenos gobernantes o legisladores ni para castigar a los que hacen mal su trabajo. Eso sí: le garantiza a las burocracias partidistas la disciplina y la lealtad de aquellos que dependen de su buena voluntad para tener donde sentarse en la siguiente ronda. La no reelección es una más de las instituciones del antiguo régimen que sirven muy bien a los intereses de la oligarquía tripartidista que suplantó al antiguo monopolio del PRI.
Fuente: Sin Embargo