Más allá de la polémica en torno al proceso actual de revocación de mandato –impulsado de manera delirante por quienes quieren que el Presidente no sea revocado sino ratificado plebiscitariamente– mi reflexión final de este año se refiere a la figura jurídica misma, añadida recientemente al texto constitucional como resultado de una oleada a favor de los mecanismos llamados de democracia directa, enaltecidos como superiores frente a los tradicionales de la representación, pero que no siempre resultan positivos y con frecuencia suele usarse como instrumentos de los demagogos para justificar con su popularidad afrentas a la diversidad consustancial a los regímenes pluralistas, donde las mayorías no pueden ser usadas para aplastar a las minorías.

Desde las primeras veces en que los políticos promovieron en México la revocación de mandato, como si se tratara de un instrumento extraordinario para aumentar el poder de la soberanía popular, sentí el tufillo populista que suele acompañar los alegatos en favor de mayor injerencia directa de los votantes en la política. Desde luego que existen mecanismos para consultar directamente al electorado sobre ciertos temas y el referendo puede ser especialmente útil para dotar de legitimidad a los arreglos constitucionales o a ciertas medidas legales; la iniciativa popular puede servir para llevar a la agenda legislativa asuntos despreciados por los partidos, pero que cobran relevancia entre grupos de opinión o de presión. También las consultas sobre temas locales pueden ser muy útiles para acercar la gestión municipal a la ciudadanía. Sin embargo, la revocación de mandato me parece no solo problemática sino peligrosa si no se le regula con mucha prudencia, cosa que no ocurrió en el caso de la reciente reforma constitucional mexicana.

Una característica de los regímenes presidenciales es el período fijo para el que son elegidos los jefes del poder ejecutivo. Juan Linz, entre otros, ha considerado esa una característica negativa del presidencialismo, pues le resta flexibilidad al arreglo político. En efecto, se pueden dar situaciones en las que un Presidente pierda el respaldo popular y su gobierno se enfrente a situaciones de ingobernabilidad por protestas sociales o por el rechazo abierto de importantes grupos de intereses que requieran un relevo, ya sea por corrupción evidente o por inepcia. También puede ocurrir que la Presidencia se vea abiertamente enfrentada al Congreso y sin capacidad alguna para sacar sus presupuestos o avanzar iniciativas sustanciales para su programa de gobierno. En el segundo caso no son infrecuentes los procesos de destitución parlamentaria, como ocurrió en Brasil con Dilma Rousseff o una y otra vez en Perú en los últimos tiempos. En cambio, los procesos de revocación son mucho menos comunes y, cuando se dan, suelen ocurrir en los niveles locales.

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