Una cosa es perder territorio y otra mucho peor es extraviar habitantes. A mediados del siglo XIX vimos partir (nos arrebataron) la mitad de la geografía. Durante los últimos años del XX, y los primeros del XXI, hemos extraviado un tercio de la población. El dolor que guarda la identidad mexicana por el apartamiento de estados como California, Texas, Arizona, Nuevo México, Colorado, y fracciones de otros cuatro estados, no será tan grande como la privación de uno de cada tres mexicanos.

Según el Censo de los Estados Unidos de 2010, 31 millones de personas reconocen ser descendientes de mexicanos. Se dice rápido pero la realidad encarada de frente es angustiosa. En breve, la mitad de la población de Texas y California será de origen hispano. Los códigos postales poblados por mexicoamericanos igualan hoy a los habitados por otras identidades. Las zonas urbanas del Metroplex (Dallas) , Houston, San Antonio y Austin, en Texas, de Tucson y Phoenix, en Arizona, o de Riverside, Santa Ana, Anaheim, Los Ángeles o San José, en California, no esconden la transformación de su cultura.

Lo mismo ocurre en las áreas rurales de Texas, Arizona y sobre todo California. En este último estado el campo depende casi totalmente de la mano de obra traída de Oaxaca, Michoacán, Jalisco o Zacatecas. Oxnard, Salinas, los valles de Napa-Sonoma o de San Joaquín son cornucopia que puede explicarse porqué los jornaleros mexicanos han convertido a la Alta California en la séptima economía del mundo.

México se ha desdoblado hacia el territorio que extravió con la firma del tratado de Guadalupe-Hidalgo, razón que todavía despierta rabia cuando se enseña la historia nacional. Lo que quizá no se discuta con suficiente espíritu crítico es que el viejo territorio extraviado dejó de ser mexicano porque el país de entonces no hizo lo necesario para conservarlo.

Síntomas de que otras naciones lo ambicionaban los hubo desde antes de la Independencia de España. La guerra con Texas, en 1836, fue un aviso contundente y sin embargo en la ciudad de México no se escuchó con suficiente inteligencia. Las pugnas de poder entre la élite gobernante fueron razón muy poderosa para que perdiéramos la mitad de territorio diez años después.

Hoy tiene valor visitar la memoria porque el extravío de la población mexicana repite los patrones recorridos hace poco más de 160 años. Por ejemplo, la división de la clase política es más importante que los asuntos que deberían reunirle; la falta de comprensión del fenómeno migratorio es grande, como entonces era el desconocimiento de la realidad vivida por los mexicanos de aquella geografía; el menosprecio por el norte y la sobrevaloración del centro están de vuelta; la indefinición de Estado mexicano es también abrumadora.

Quienes han partido, en su gran mayoría, son aquellos que han padecido mayor menosprecio en nuestro país. Algunos deseaban migrar pero a la gran mayoría no le quedó de otra. Las oportunidades para sus hijos han dependido de entregar su mano de obra en un territorio ajeno. No hay manera de explicarse la riqueza estadounidense sin la fuerza laboral de quienes han migrado. Por desgracia, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) intercambió trabajo por capital y México perdió en ese negocio. El trabajo partió hacia los Estados Unidos y el capital que llegó a México terminó concentrado en muy pocas manos.

La elite mexicana fue torpe para prever el asimétrico resultado de la integración regional, también para litigar un trato migratorio más humano y, más recientemente, para relacionarse con su antigua población que hace tres lustros todavía residía en territorio nacional.

Cuando los libros de historia cuenten nuestro presente quedará escrita una verdad tan triste como la que los textos de ayer narran sobre la pérdida del territorio mexicano. Van a narrar los años en que México no pudo retener a un tercio de su población que, con el paso del tiempo dejó de hablar el español, comenzó a mirar con distancia a sus abuelos, y terminó invirtiendo su energía para asimilarse dentro de una Nación extranjera que si bien ofrece oportunidades, es implacable a la hora de discriminar.

Fuente: El Universal