Por: CIDAC
El tema Ayotzinapa ha sido todo un dolor de cabeza para el gobierno federal. Aun cuando los trágicos hechos del 26 de septiembre de 2014 ocurrieron en una entidad y un municipio gobernados por la oposición, y que de los entonces titulares de ambos niveles de la administración local uno está desaparecido de la escena política (el ex gobernador Ángel Aguirre Rivero) y el otro está preso (el ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca), el actor más afectado en su imagen ha sido la administración del presidente Peña. Sin embargo, al mediodía del pasado 27 de enero, el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, acompañado del jefe de la Agencia de Investigación Criminal de la PGR, Tomás Zerón, estableció de forma definitiva como versión oficial de lo sucedido en Iguala hace cuatro meses, que los normalistas de la “Raúl Isidro Burgos” fueron secuestrados, asesinados y, por último, calcinados en una hondonada a las afueras de Cocula. Esta decisión parece ir en congruencia con las constantes peticiones del titular del Ejecutivo federal por “superar” y “no quedar parados, paralizados y estancados” por la cuestión de Ayotzinapa. La pregunta es: ¿en verdad el anuncio oficial de la Procuraduría General de la República (PGR) ayudará en las intenciones de despresurizar el caso?
Dada la naturaleza del crimen y la presunta participación de grupos del narcotráfico, la atracción de las investigaciones por la PGR era inevitable. A partir de ese momento, arengas como “Fue el Estado” o “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, comenzaron a atormentar a las autoridades federales, las cuales demostraron una capacidad de reacción llena de titubeos, dislates y, como suele ocurrir históricamente en casos polémicos de procuración de justicia en México (homicidios políticos, represiones estudiantiles, funcionarios involucrados con la delincuencia organizada, procesos tirados por la borda dadas violaciones al debido proceso, por mencionar algunos ejemplos), caracterizada por explicaciones contradictorias, a veces poco convincentes e, incluso, chuscas. En este contexto, en la conferencia de prensa donde se emitió la versión oficial, el procurador Murillo contribuyó con una frase tan contundente como criticada: “Ésta es la verdad histórica de los hechos”. El principal cuestionamiento a la declaración consistió en que, en un instante, la PGR abandonó la cautela asumida en ciertos momentos cuando se negó a dar pronunciamientos sin pruebas, perdió la paciencia con los estudios periciales mandados a hacer en un laboratorio especializado en Austria (a saber cuánto ha costado eso), e hizo aparecer sorpresivamente a un testigo cuyos dichos, en opinión de la autoridad, dieron claridad incontestable a la investigación. Sin pretender entrar al juego inocuo de los peritajes improvisados de sobremesa y, por tanto, concediendo certeza al resultado dado a conocer, un problema evidente está en las formas. El otro es que la sociedad mexicana ha caído en una absoluta incredulidad, hábilmente alimentada por los grupos radicales de Guerrero.
La verdad histórica de Ayotzinapa pudiera haberse dado por concluida de manera oficial, pero la desconfianza entre algunos sectores de la ciudadanía es innegable y es muy posible que no desaparezca con ningún anuncio de la autoridad. La procuración de justicia en México carga con una sombra de ineficiencia e impunidad, la cual será difícil de quitarse mientras las formas continúen adoleciendo de elementos enmarcados en la sospecha y la falta de claridad. Históricamente, la evidencia claro que ha indicado los horrores de matanzas como Aguas Blancas, Acteal, Tlatelolco, San Cosme, San Fernando, Allende, Tlatlaya y demás; también ha señalado lo turbio del entorno alrededor de asesinatos como los de Colosio, Ruiz Massieu, Posadas Ocampo, Muñoz Rocha y otros; y no deben olvidarse las torpezas de la autoridad que posiblemente han dejado impunes a funcionarios públicos corruptos, a presuntos narcotraficantes, secuestradores y delincuentes en general. Asimismo, y a la luz de lo anterior, la desconfianza en las instituciones y sus fallos tampoco deriva de una animadversión a tal o cual gobierno, partido político o personaje, sino de un problema estructural. En este sentido, el caso específico de Ayotzinapa, por mucho que se diga superado, no ayudó en lo absoluto a cambiar la gran verdad histórica de la deficiente procuración de justicia y el endeble estado de derecho en México. Habría que comenzar por reconocer la existencia de este problema fundamental.