En nuestra sociedad, la violencia es mucho más escandalosa cuando no ocurre en los márgenes. La portada reciente en un diario capitalino asegura que la delincuencia ha desatado psicosis en Valle de Bravo, ese municipio del Estado de México poblado por residencias dedicadas al solaz de algunos chilangos muy pudientes.
Más adelante la nota abunda sobre la criminalidad que igual ronda otros poblados próximos como Tiloxtoc, Colorines, San Juan Atezcapan, Santo Tomás de los Plátanos o Zacazonapan.Pero la cabeza del texto no tiene desperdicio: lo grave es que la violencia llegue a Valle, lugar que — como otros del país— debería estar profilácticamente apartado de la actuación mafiosa porque es tierra favorecida de la élite mexicana.
No hay novedad en esta mirada de las cosas. Cuando la pólvora ingresó tronante en Monterrey, la mirada más preocupada se posó sobre el Cerro de Chipinque, San Pedro Garza o Santa Catarina y apenas reparó sobre lo que estaba ocurriendo en la colonia Independencia. En Juárez sucedió igual, las alarmas roncaron furiosas cuando las familias mejor acomodadas abandonaron el Country Club y no diez años antes, cuando se apilaron los cuerpos jóvenes de mujer en las colonias Lomas de Poleo o Anapra.
A propósito de este tema no resulta ocioso revisar la extracción social de aquellos personajes que se volvieron adalid de la lucha contra el secuestro y la violencia durante los últimos tiempos. Es claro que poca atención merece todavía hoy la voz de una madre sufrida por la desaparición de su hija en los cerros marginales de Ecatepec, aun si con toda su fuerza se atreve a gritar: “¡Si no pueden, renuncien!”
No fue hasta que Javier Sicilia encabezó la primera caravana por la paz que otras voces, distintas a las de la élite secuestrable, comenzaron a ser escuchadas por la autoridad y los medios. Y sin embargo, las cosas han cambiado poco desde entonces. Los mapas mentales para comprender el problema de la inseguridad continúan en México atrapados por un imaginario elitista que califica, sin demasiada densidad en la reflexión, cuándo la violencia rebasó los límites de lo tolerable.
En palabras de Javier Auyero y María Fernanda Berti, la violencia en los márgenes es considerada como un expediente menos grave en comparación con la que ocurre en la geografía privilegiada.
Si el joven pobre y con pocos años de educación es asesinado, si bien le va obtendrá portada en los tabloides amarillistas; (siempre y cuando a su familia no le incomode ver el cadáver mutilado y la ropa teñida de rojo, junto a los senos despampanantes de la vedette de moda). En cambio, si la persona secuestrada o asesinada nació en sábanas finas, la buena sociedad leerá sus desventuras en la primera plana de un periódico caro.
Hasta aquí podría suponerse que el clasismo mediático es responsabilidad principal de los comunicadores. Pero su comportamiento es a su vez consecuencia de otro fenómeno más profundo: la arbitrariedad con la que, no solo la sociedad sino también las autoridades, distinguen entre las distintas expresiones de la violencia. Es el Estado, antes que ningún otro actor, quien suele ejercer su imperio de manera ambigua, contradictoria y sobre todo selectiva.
La reacción del mando policial cuando recibe la llamada del empresario enojado porque entraron a su casa y robaron algún electrodoméstico es diametralmente distinta a la que exhibe si una comunidad campesina demanda su presencia porque aparecieron varios cadáveres dentro de los límites del ejido. El burócrata sabe que de no responder con prontitud al reclamo del primero, muy probablemente perderá el empleo. En cambio poco riesgo profesional habrá para él si trata con negligencia a los segundos.
Otra vez vale escuchar la voz de Auyero: en los márgenes de la sociedad los ciudadanos son víctimas por partida doble, ya que la colusión entre policía y delincuente es regla y no excepción. En cambio, en la cúspide social la autoridad prefiere vincularse con el personaje de la élite; en ello se juega el prestigio, patrimonio y sobrevivencia de ambos.
El clasismo con el que se vive en México la relación con la ley no es cosa nueva. Viene de lejos la tolerancia para con la violencia que padece “el populacho.” La novedad sería que el Estado mexicano y sus operadores abandonaran la selectividad en su actuación. Entonces sí, la violencia no llegaría a Valle de Bravo y tampoco a la Colonia Anapra, de Ciudad Juárez.
Twitter: @ricardomraphael www.ricardoraphael.com
Periodista