Una vez que un proyecto de ley entra a las cámaras legislativas la deliberación queda capturada por la discusión de sus contenidos. Es una vieja práctica de los regímenes democráticos: quien pone la iniciativa pone también los términos del debate. Obviamente no me refiero a cualquier proyecto, sino a los que cuentan con el respaldo político suficiente para ser aprobados y, en consecuencia, reclaman una reacción rápida y acuciosa de quienes participan de ese debate por interés o por convicción —o por ambos—.

Ese es el rasgo más notable de la recién estrenada iniciativa preferente: no sólo exige que los legisladores reaccionen de prisa a los proyectos presentados con ese carácter por el presidente de la república sino que, al hacerlo, las iniciativas se imponen sobre la agenda de la deliberación pública y abren un espacio amplio de oportunidad para que el Ejecutivo juegue con todos los medios que tiene a su alcance en favor de la aprobación. Este es el caso de la reforma laboral que ha vuelto a plantear Calderón al Congreso, enviando un pan envenenado que el nuevo gobierno tendrá que comerse antes siquiera de haberse sentado a la mesa. Y es que cualquier cosa que se decida, dada la composición actual del Congreso, será inevitablemente leída en clave de Peña Nieto. Apenas es necesario añadir que la reforma laboral será motivo de conflicto, sea cual sea el desenlace.

La otra iniciativa preferente enviada por Calderón al Congreso es mucho menos polémica. La reforma a la Ley General de Contabilidad Gubernamental es aparentemente inocua, de un lado, porque la mayor parte de sus contenidos ya forman parte del entramado legal del país —como ha señalado con tino el auditor Superior de la Federación—, y de otro, porque será difícil que los legisladores se nieguen a exigir que se produzca toda la información posible sobre los ingresos y los gastos de estados y municipios, sin pagar un costo político alto. Sin embargo, sería lamentable que la iniciativa pasara sin cambios, pues tal como está diseñada le daría mucho más poder a la Secretaría de Hacienda sobre los gobiernos locales y limitaría el acceso a la información pública que salvaguarda el IF AI.

Por otra parte, el presidente electo ha querido colocar sus propias “iniciativas preferentes” en el Congreso antes de tomar posesión. Y a juzgar por las prisas con las que se procesa la primera de ellas —destinada a modificar el marco constitucional en materia de transparencia y acceso a la información— es inevitable pensar que el nuevo líder giró ya una instrucción tajante para que esa reforma se apruebe antes de que concluya el sexenio de Calderón, sea como sea. Y tras ella, vendrán las otras dos ya anunciadas: una para promover una Comisión Nacional Anticorrupción y otra para modificar las reglas de la publicidad gubernamental en los medios masivos, escritas acaso con el mismo apremio con el que se está exigiendo la aprobación a la reforma de transparencia. Pero ninguna de esas iniciativas tiene carácter de preferente ni el Congreso se encuentra formalmente obligado a dictaminarlas a la carrera: si lo hace, será porque el nuevo presidente habrá querido iniciar su mandato mostrando eficacia, pero revelando un delicado descuido sobre las opiniones fundadas.

En cualquier caso, sería lamentable que ese conjunto de iniciativas fuera aprobado por los nuevos legisladores a las prisas y en negociaciones de salón, intercambiando leyes como si fueran fichas. Y aunque los observadores más suspicaces digan que los presidentes y sus equipos cercanos ya se pusieron de acuerdo, lo cierto es que la importancia de las reformas que dominan el debate público aconsejaría resolver cada una en orden y por sus méritos: aprobar o desechar las que envió Calderón antes de que concluya el sexenio, porque así lo ordena la Constitución del país; y apaciguar las preferidas por el presidente ya electo hasta que consigan responder en serio a las demandas por una verdadera política articulada y coherente de rendición de cuentas en México y no sólo responder a la coyuntura inmediata.

Si se mira con cuidado, se verá que los puntos más delicados de esas propuestas remiten —con excepción de las normas que buscan flexibilizar la contratación y el despido de los trabajadores en aras de promover un mercado laboral más favorable a los empresarios— a la carencia de información suficiente sobre el uso de los dineros públicos y a la resistencia de los poderosos a rendir cuentas públicas de sus actos. Si de veras existen las condiciones para avanzar de una vez por todas en la lucha contra la corrupción en México, no tiene ningún sentido hacerlo de manera cosmética. Calma, legisladores, que todos tenemos prisa.