Para toda una generación, tener elecciones limpias y honestas, capaces de reproducir con fidelidad la voluntad política de los ciudadanos y de organizar distintas opciones partidarias como expresión de la pluralidad social, representó una causa común y, en algunos casos, un sueño y aun una vocación. Frente al régimen autoritario de partido casi único –como lo llamó con tino el último de sus voceros más poderosos– que ocupaba hasta la asfixia el espacio público como propio, y que cada vez era menos capaz de honrar en los hechos su discurso democrático y justiciero, la lucha por el voto libre, universal, secreto y directo se fue convirtiendo cada vez más en una seña compartida de identidad política.
Votar con libertad y lograr que los votos se contaran limpiamente no sólo era un requisito básico para construir la democracia siempre aplazada, sino la única vía legítima y pacífica para cambiar el régimen e imaginar el comienzo de una nueva época política para el país. Votar y contar votos, esas dos operaciones simples y poderosas a la vez, significaban el compendio de una promesa de cambio que iba mucho más allá de un resultado electoral, de un partido vencedor o de una alternancia. El voto prometía mucho más: era la llave de entrada a un nuevo régimen político donde distintas visiones y narraciones del país pudieran convivir en armonía, en el marco de un nuevo contexto de exigencia basado en la voluntad explícita, consciente y activa de los ciudadanos. Los ciudadanos: personas de carne y hueso, con conciencia plena de sus derechos propios y de sus obligaciones hacia los demás, diferentes todas por su condición individual y libre pero decididas a convivir en un plano de igualdad y respeto mutuo, y dispuestas a construir –por un elemental sentido de conveniencia, convivencia y sobrevivencia– todas las formas de la justicia: la jurídica, la social, la económica y la cultural.
Ese movimiento ganó tanta densidad y fuerza en las dos últimas décadas del siglo pasado, que su proyecto no sólo acabaría llamando a quienes antes habían optado por las armas y la violencia, sino a muchos de los que antes habían contribuido a prolongar la vida del régimen anterior; con el tiempo, la promesa democrática se convirtió en una bandera compartida prácticamente por todos los grupos políticos en el país y por las más diversas organizaciones sociales, de modo que aun con resistencias y limitaciones, el discurso de la transición democrática –o de su perfeccionamiento electoral, según el sitio que se ocupara—se volvió una pauta de acción común, que rebasó los planteamientos ideológicos, las adscripciones colectivas y las trayectorias personales. Hacia la última década del siglo pasado, los grupos animados por causas y orígenes distintos, los empresarios, los partidos y los gobiernos, coincidieron por fin en la necesidad de darle paso a la tarea de construir un nuevo régimen basado, lisa y llanamente, en los votos de los ciudadanos.
Al escribir este recuento mientras corre ya la segunda década del siglo XXI y los primeros resultados de esa construcción parecen haberse perdido en el desencanto y la frustración, cuando no en franca indignación con el curso que ha tomado la vida pública, sigo creyendo que las promesas originales de la transición siguen vigentes. Y pienso también que cometemos un gravísimo error cuando culpamos a esa aspiración democrática de los errores y las desviaciones que han cometido los partidos y una buena parte de la clase política del país. Como dice el refrán anglosajón: estamos tirando al niño con el agua sucia. No fue el proyecto democrático, sino quienes se adueñaron temporalmente de los mandos políticos de la nación quienes abandonaron ese proyecto, en aras de ganar espacios de poder inmediato y a toda costa, de utilizar las nuevas herramientas de la competencia electoral como negocio propio y quienes capturaron, a través de sus aparatos de influencia y de corrupción, los puestos públicos, los presupuestos y las decisiones que debieron ser cosa de todos: de los ciudadanos en su conjunto. La transición, en nuestros días, parece derrotada por las tradiciones autoritarias de México.
Pero no ha sido así. Lo que hemos visto son las consecuencias de un diseño electoral que privilegió hasta el exceso la formación de un nuevo régimen de partidos, con todas las salvaguardas posibles para esas organizaciones políticas y muy pocas puertas de acceso a los ciudadanos y que supuso, equivocadamente, que la sola competencia entre opciones distintas bastaría para imantar todos los demás cambios indispensables para el país. Los primeros pasos de esa mudanza fueron tan exitosos, que se pensó que todo lo demás vendría como una secuela: en un periodo históricamente breve y de modo pacífico, México dejó atrás un sistema político que ya estaba agotado y produjo, en efecto, la apertura franca hacia nuevas opciones políticas partidarias y condiciones técnicas y políticas suficientes para que la gente pudiera elegirlas con libertad. Hubo entonces una suerte de luna de miel democrática derivada de esa sola posibilidad: la de elegir entre candidatos distintos y verlos ganar elecciones; algo que diez años antes parecía simplemente imposible o que, acaso, amenazaba con romper al país entre los pedazos de la violencia. Pero lo que vino después nos fue alejando de ese sueño que parecía cumplido.
Después de la alternancia política del año 2000, el régimen de partidos recién construido se volvió hermético y abusivo –los partidos, esas formaciones de ciudadanos, se convirtieron en aparatos políticos excluyentes y en burocracias alimentadas con miles de millones del gasto público–, mientras que los demás cambios que habrían de venir en cascada se vieron interrumpidos o definitivamente quebrados por las ambiciones de los mismos partidos, por sus juegos electorales llevados sistemáticamente a todos los terrenos imaginables de la autoridad pública, por la improvisación y la corrupción de los gobiernos a los que dieron lugar y por su, a un tiempo, temeroso y calculado alejamiento de las agendas sociales y ciudadanas que habían dado paso a la transición . La nueva clase política del país no supo honrar la herencia que tuvo en sus manos y en lugar de una democracia consolidada nos devolvió una versión renovada –y multiplicada por tres—de las viejas pulsiones autoritarias. En esas condiciones, el “bono democrático“ de principios de siglo se agotó pronto y su lugar fue ocupado por una sensación social, cada vez más extensa, de frustración.
Si los primeros años de la alternancia produjeron el primer desencanto, la polarización del año 2006 –con sus devastadores efectos sobre la confianza social en las rutinas y las instituciones electorales– ahondó mucho más esa sensación que, sin embargo, todavía sería completada durante el último lustro, cuando en lugar de paz hemos tenido inseguridad y violencia; en lugar de igualdad y cohesión social, más pobreza y marginación; en lugar de honestidad, corrupción en todas las áreas; y en lugar de la altura y la dignidad de la democracia, la bajeza de la ambición política desbocada por ocupar sitios de poder de cualquier modo. El nuevo régimen de partidos no consiguió absolver los siete pecados capitales que han condenado a México a lo largo de toda su historia: la injusticia, la corrupción, la desigualdad, la ignorancia, la discriminación, la negligencia y la prepotencia.
Con todo, cometeríamos un grave error al culpar a la democracia de los abusos cometidos por sus principales beneficiarios, y más grave aún, si nos sumáramos como coro inconsciente a las voces que quieren eliminarla alegando los fracasos de la clase política. Y es que, a pesar de todo, la democracia es la única vía pacífica y colectiva para enfrentar los abusos que se han cometido y para volver a la ruta de origen. La democracia no es el mal que debemos erradicar, sino el medio todavía disponible para recuperar el espacio público –no sólo las calles sino la deliberación pública, el uso honesto de los recursos, el establecimiento de reglas comunes, respetadas y compartidas, y la justicia en todas sus formas–. Si destruyéramos la opción democrática, acabaríamos destruyendo la esperanza de abandonar para siempre los abusos políticos y los excesos autoritarios.
Comprendo que escribir esto mientras los partidos siguen apabullando a la gente para afirmar y ensanchar su poder, y mientras se acerca la hora de decidir un nuevo sufragio por opciones que no muestran mucho más que su capacidad de exclusión a los diferentes, su dinámica de clientelas y sus atributos autoritarios –opciones que pugnan por una democracia de turnos y no de pluralidad incluyente–, es pedir demasiado. Pero aún así, es necesario convocar a la reconstrucción de la vía democrática y ganar todos los espacios posibles para reproducir la convocatoria. En vez de salirse del juego, hay que exigir que el juego sea limpio; en vez de darle la espalda a los votos, hay que condicionarlos a las agendas del proyecto inicial; en vez de abandonar la política a la voluntad de los poderosos, hay que enfrentarlos a la voluntad de los ciudadanos; en vez de rendirse a la frustración, hay que recuperar el coraje –esa virtud cardinal que tanto apreciaban los clásicos– para llamarlos a rendir cuentas. Ni la etimología ni el sentido de la palabra han cambiado: la democracia sigue siendo el poder del pueblo (por el pueblo y para el pueblo) y hay que recuperarla.