Un día sí y otro también, nos enteramos de nuevos casos de funcionarios públicos locales —y a veces, de algunos federales— vinculados con las redes criminales que confirman, de un lado, la fuerza y la capacidad de acción de las organizaciones que hacen negocios al margen de la ley y, de otro, la debilidad y hasta la sumisión de las instituciones frente a los poderes fácticos. No hay ninguna frontera estable entre esos mundos: los criminales han venido demostrando su capacidad para infiltrarse en los gobiernos y estos, a su vez, su impotencia para impedirlo.

Quiero suponer que no se trata de un fenómeno generalizado, pues asumo que los criminales no buscan gobernar sino expandir y consolidar sus oportunidades de negocios. Supongo que su propósito es, acaso, controlar espacios estratégicos para asegurar que sus actividades puedan ir fluyendo sin incrementar los costos en exceso e, incluso, sin cometer más crímenes que los estrictamente vinculados con sus ingresos. Por eso la estrategia que vemos reflejada casi a diario en los medios de comunicación es más bien quirúrgica: un puñado de puestos clave en algunos gobiernos estatales, en algunos municipios del país, algunos diputados, unos cuantos jueces y algo más en el aparato de justicia, para ir afirmando la connivencia de las autoridades necesarias.

Tengo para mí que esos casos representan la expresión más grave de la corrupción en México pero son, al mismo tiempo, la consecuencia de las otras formas de hacerse de poder y de dinero ilícito que hemos tolerado —y hasta aplaudido— durante décadas. ¿Quién conoce, por ejemplo, la verdadera trayectoria de todos los candidatos a gobernar los municipios —incluyendo regidores— o a los poderes legislativos, por los que votamos elección tras elección? Jamás hemos conseguido que todos los partidos publiquen la biografía de las personas que postulan y, mucho menos, que prueben que sus datos de vida son verídicos. Salvo muy contadas excepciones, votamos a ciegas y elegimos entre marcas, no entre individuos con carrera propia. Votamos por partidos y no por seres humanos de carne y hueso que aspiran a tener poder legítimo.

Por otra parte, hemos aceptado sin mayores resistencias que los puestos de las administraciones públicas de todos los niveles sean repartidos entre los amigos, los leales y los más cercanos a los poderosos. El sistema de botín —que así se llama en los textos académicos— rige en todos los niveles de gobierno del país, incluido el federal. Y no sólo funciona en el primer nivel de autoridad, sino que se desdobla en cascada hasta los últimos puestos repartibles de confianza. El sistema consiste en disponer libremente de esos puestos como cosa propia.

Por eso es perfectamente viable que quien entrega dineros, consigue votos y/o le facilita la llegada a algunos funcionarios a los mandos directivos, cobre sus favores colocando a sus amigos en los puestos inferiores y, más adelante, consiguiendo contratos, permisos o prebendas para incrementar su influencia propia. Así funciona eso que llamamos el poder político en México: es más poderoso quien tiene más personas a quienes llamar para pedir favores, con la seguridad de que sus peticiones serán leídas como órdenes. ¿Qué razón hay para que los criminales no sigan exactamente el mismo trazo y expandan sus esferas de poder, añadiendo a los favores previos el expediente eficacísimo del chantaje y la amenaza? La única diferencia es que si el favor no se concede, en el primer caso se corre el riesgo de perder el puesto; y en el segundo, la vida.

Hace mucho que la posibilidad de atajar la influencia de los criminales en las esferas de gobierno dejó de ser sólo un asunto de policías y ministerios públicos. Los criminales están entrando por las mismas puertas que les abrió el sistema de botín, por las que pasan todos. Y mientras esa ruta siga abierta, nadie debería llamarse a engaño.

Fuente: El Universal