Han sido cien días de una gran intensidad. Como si hubieran transcurrido años, el Presidente Peña Nieto ha conseguido establecer la agenda pública —o buena parte de ella—, producir la sensación de que ha tomado todas las riendas del país y ganar la legitimidad política que nunca consiguió su antecesor.

Ninguno de los problemas elegidos para gobernar está resuelto, pero todos tienen al menos una formulación sobre la forma en que se abordarán y, en algunos, hay ya iniciativas legales definidas y decisiones políticas tomadas. Así que a despecho de todas las reticencias que pueda generar, lo cierto es que el resultado principal de estos cien días es que México ha vuelto a tener un presidente.

Ahora bien, en la fórmula tradicional del presidencialismo mexicano, la posibilidad de mantener el mismo ritmo durante el resto del sexenio ya no dependerá nomás de la capacidad de acción y decisión del Presidente, sino de las alianzas que consiga establecer y de la fuerza de los aparatos políticos que lo respalden. No estoy diciendo nada nuevo: la clave del presidencialismo ha sido su doble condición de árbitro supremo entre contrarios y de servidor fiel de sus aliados. Los presidentes mexicanos realmente poderosos han sido, al mismo tiempo, amos y esclavos de su investidura. No se han impuesto a los demás gracias a las atribuciones institucionales de la presidencia y nada más, sino a su capacidad para sumar y multiplicar aliados con quienes, como diría el clásico, han podido restar y dividir a sus opuestos.

No existen precedentes de un poder presidencial que se haya construido únicamente a partir de la dotación constitucional de facultades y recursos. Todos han echado mano de ese complemento de política pragmática que consiste en seleccionar amigos, ayudarlos en todo lo que sea preciso y ponerlos al servicio de la causa sexenal. La verdadera historia política de México no se ha desplegado tanto a través de las instituciones cuanto de los aparatos informales de poder. Y es esta selección definitiva la que todavía no asoma claramente.

Aún no es obvio —más allá de generalizaciones ideológicas— quiénes serán los portadores de los nuevos aparatos que necesita Peña Nieto para transitar por los seis años del mandato.

En cambio, luego de estos primeros días de fiebre ya pueden verse los primeros escenarios de conflicto que vendrán. El del control político del magisterio ya está en el horizonte inmediato. Al lugar vacante que ha dejado La Maestra se añadirán las decisiones anunciadas sobre el servicio profesional docente y la evaluación educativa; es decir, las decisiones que afectarán los intereses personales del gremio más nutrido y mejor organizado del país. Y tras él, vendrán después los celos de los dueños de las telecomunicaciones y de quienes han soñado en desplazarlos: el poder de los medios electrónicos de comunicación, que en varias ocasiones han demostrado ya el filo de sus dientes, cuando han sentido amenazada su dotación de privilegios.

Es muy probable que en los próximos seis meses se despierten también todos los demonios —o los arcángeles, según se vea— que se oponen a cualquier cosa que se parezca a la privatización de Pemex y cuya posición coincidirá, seguramente, con quienes se levantarán en contra de la generalización del IVA que ya ha aprobado la Asamblea del PRI.
Dos rutas de conflicto que convergerán sin duda en una sola y que, de paso, podría quebrar el ambiente amigable que hizo posible suscribir el Pacto por México. Y a todo esto habría que sumar, para no olvidarlo, las nuevas reglas fiscales y de responsabilidad hacendaria que se impondrán a los gobernadores y a los alcaldes del país.

Con todos estos conflictos en la puerta, sospecho que la luna de miel de Peña Nieto concluyó con su discurso de los primeros cien días. A partir de ahora, la agenda diseñada reclamará algo más que una buena imagen y algunos golpes de sorpresa. Lo que sigue ya no será un listado de promesas sino el manejo diestro de todas las arenas de conflicto abiertas. Y también el juego inevitable de aliados y enemigos del sexenio: la rutina del poder presidencial, que ya habíamos olvidado.

Publicado en El Universal