Varias veces había leído y escuchado que Enrique Peña Nieto no hacía más que repetir palabras de otros y leer notas previamente redactadas. Que era como el jardinero con suerte personificado por el inolvidable Peter Sellers: un producto puro del aparato político que le rodea, sin ideas propias, ni posturas definidas, ni capacidad alguna para elaborar conceptos que no estuvieran ya en un guión prefabricado. Pero no es así: tras escucharlo en el foro organizado por El Universal, caí en cuenta de que sus convicciones por el presidencialismo fuerte, por las mayorías absolutas, por el pragmatismo del poder y por el ejercicio de la autoridad encarnada en un solo individuo son tan suyas como auténticas. Quizás Peña Nieto sea un títere del aparato que promete llevarlo hasta Los Pinos, pero su vocación es la del titiritero.

En esa reunión no hubo notas, ni tarjetas, ni preguntas estudiadas de antemano, ni asesores susurrándole al oído. Lo que dijo y respondió salió, literalmente, de su ronco pecho: su fascinación por la eficacia del viejo presidencialismo -la mejor tradición de la política mexicana, según su parecer, que en su opinión no sólo podría ser recuperada sino que debía ser el propósito de cualquier reforma política futura- es tan sincera como la contradicción que él observa entre la pluralidad y la eficacia. No son ideas elaboradas sobre los manteles de una conversación sino el producto de una trayectoria bien sedimentada en su experiencia mexiquense. Tanto como la idea según la cual las minorías deben tener un sitio propio, pero no hasta el punto de impedir que una mayoría absoluta -aun sobrerrepresentada- asuma el control de los poderes federales y sea capaz de tomar las decisiones políticas fundamentales.

No es cosa fácil conciliar ese argumento con el aprecio y aun la admiración que dice sentir por la mudanza democrática que vivió México al final de los 90, pues entre sus palabras resulta imposible distinguir entre el rechazo a la pluralidad como causa inevitable de la ineficacia del gobierno y el menosprecio por el nuevo régimen político de México. Dice que es partidario de la democracia, sí, pero es obvio que no se refiere a la que ya tenemos sino a la que había cuando gobernaba el PRI con mayoría absoluta. Desde ese mirador, con la sartén cogida por el mango, no duda en aceptar la participación política de la sociedad civil a través del plebiscito, del referéndum, de las candidaturas independientes, de las iniciativas ciudadanas o de cualquier otra figura que convoque a la gente a la política, siempre que la premisa sea la del control gubernamental por una sola fuerza partidaria -o por una coalición electoral prefabricada-. Como en los viejos tiempos, cuando Jesús Reyes Heroles concibió una reforma para abrir las puertas del régimen hermético a las minorías, pero sin poner en riesgo el gobierno de la mayoría.

Su leit motiv es la eficacia: un gobierno capaz de asumir compromisos y ofrecer resultados sin más reparo que su capacidad de ejecución. Ése es también el argumento principal de su campaña, como en el gobierno del Estado de México. Como si la voluntad del presidente de veras fuera (o pudiera ser) la representación unívoca de las voluntades de los mexicanos -con excepción de quienes porfían en quedarse atados a las minorías-, o como si las decisiones emanadas de Los Pinos gozaran de licencia para ejecutarse sin más obstáculo que la pluralidad. La visión de Peña Nieto es que la democracia ha perdido credibilidad y afecto entre los mexicanos por la ineficacia de la pluralidad. Es como decir que la democracia ha sucumbido por el hecho de ser democrática. Así que ofrece salvarla de sí misma: una democracia sin pluralidad (aunque con alguna representación testimonial de las oposiciones), pero eficaz.

Pero creo que lo más relevante no son esas ideas, sino su convicción sincera de que pueden ser llevadas a cabo. Peña parece estar seguro de que un resultado electoral como el que predicen las encuestas (hasta ahora) le alcanzaría para gobernar prácticamente solo y trocar así la pluralidad por la eficacia. Es evidente que no ha cobrado conciencia de que eso es imposible. No sólo se equivoca cuando dice que las minorías han estado sobrerrepresentadas en los poderes federales -cosa falsa al menos desde 1997-, sino que comete un error técnico cuando opina que una sola elección, por abultada que fuera, bastaría para revocar el pluralismo que hoy tenemos y reconstruir el viejo presidencialismo. Y qué bueno que se equivoque, pues, si pudiera, seguro lo haría.