El pasado 10 de agosto, el Coneval presentó los resultados de la medición multidimensional de la pobreza a nivel nacional. De acuerdo con este organismo, entre 2018 y 2022 la pobreza en México se redujo de 41.9 por ciento a 36.3 por ciento, lo que representó una disminución de 51.9 a 46.8 millones de personas pobres en el país.

Este no es un hecho menor. Desde hace más de 100 años nuestra Constitución recoge la promesa de una sociedad más justa e igualitaria, en la que nadie se quede atrás, y en la que todas las personas puedan elegir y materializar su proyecto de vida sin las ataduras del rezago y la discriminación. Su texto encierra la visión de un mundo distinto, en el que la justicia social, la dignidad y el bienestar son una realidad.

Para lograrlo, el Constituyente reconoció una serie de derechos sociales de la mayor importancia, incluyendo salud, educación, vivienda, alimentación y seguridad social. Al mismo tiempo, impuso al Estado el deber de abatir la desigualdad, combatir la pobreza y lograr una distribución más justa del ingreso y la riqueza. Se trata de un programa social de gran calado, que busca garantizar el desarrollo y la igualdad de oportunidades para todas las personas, grupos y clases sociales.

En el centro de este proyecto está la idea de que la pobreza es mucho más que la falta de dinero. Es la privación de oportunidades esenciales para llevar una vida digna y significativa. Es la ausencia de las capacidades básicas para elegir y forjarse un destino con libertad. Es la carencia de los recursos y condiciones para participar plenamente en la sociedad, y contribuir en ella. Es una forma potente de exclusión y estigmatización que empuja a las personas a los márgenes, al olvido y la desolación.

En nuestro país, como en otras partes del mundo, la pobreza tiene muchas caras. En el sistema penal se traduce en un aparato que castiga la carencia y estigmatiza a los que menos tienen. En las relaciones de género acentúa la dependencia económica de las mujeres, lo que contribuye a mantener un régimen patriarcal en el que no son verdaderamente libres. Para los pueblos y comunidades indígenas, la pobreza perpetúa desventajas históricas que les han oprimido por siglos, como la violencia, el desplazamiento forzado, la explotación de sus tierras y la discriminación.

Por todo ello, abatir la pobreza y alcanzar la justicia social es el gran reto de nuestro tiempo. Para hacerle frente, es indispensable atender sus raíces profundas. Las causas que alimentan el ciclo de pobreza se encuentran en los arreglos, dinámicas y estructuras que históricamente han marginado a los más desprotegidos de nuestra sociedad.

Así, se requieren medidas enfocadas en las poblaciones más vulnerables; que contemplen las diversas dimensiones de la pobreza; dirigidas a empoderar a las personas y comunidades a desarrollarse plenamente y participar en la sociedad; con resultados comprobables, medibles y transparentes.

En este contexto, las estimaciones del Coneval son un motivo para la esperanza. Nos dicen que un país distinto es posible. Pero es indispensable redoblar el paso, pues falta un largo trecho por recorrer.

No debemos postergar el derecho a la justicia social que consagra nuestra Constitución. No debemos eludir la satisfacción de las necesidades materiales básicas y el respeto a la dignidad de las personas, especialmente de los más desprotegidos.

Es el tiempo de los grupos vulnerables que claman por justicia, que exigen el pleno disfrute de sus derechos en igualdad: condición necesaria de la vida democrática. Reducir las desigualdades y lograr que todas las personas tengan la posibilidad real de perseguir sus sueños, es la deuda más apremiante que tenemos con nuestro país.

Yo seguiré trabajando por esa causa, hasta que la dignidad, la igualdad y justicia social se hagan costumbre.

Fuente: Milenio