“¿De qué se ríe La Barbie?”, preguntaba un tabloide popular en agosto del 2010, cuando la autoridad detuvo a Edgar Valdés Villarreal. Aquella foto es imborrable: un hombre fuerte y orgulloso mira por encima del horizonte y curva los labios para asegurarse una mueca de satisfacción.

Esa imagen del lugarteniente de los hermanos Beltrán Leyva, apodado La Barbie, significa toda una época de irreverente desafío en contra del Estado mexicano. Acaso se reía por la credibilidad tan devaluada de nuestras autoridades. Por esas mismas fechas, el Latinobarómetro (2010) reportó que el 63% de la población mexicana no tenía fe en que el Estado mexicano pudiese resolver problemas relacionados con la delincuencia, el narcotráfico o la pobreza. Valdés, su playera de ricos y su pose de padrote ofrecían, en conjunto, un poderoso mensaje coincidente con tal convicción.

Pocos meses más tarde, ya en 2011, Tijuana comenzó a mostrar síntomas de pacificación y un par de años después, cosa similar ocurrió en Ciudad Juárez y también en Monterrey. Sin embargo, la población de esas geografías, por lo bajo y muchas veces también por lo alto, explicaba que la violencia había disminuido porque la guerra entre organizaciones criminales se había resuelto a favor de una de las bandas delincuentes: aquella encabezada por Joaquín El Chapo Guzmán.

Reporteros estadounidenses con prestigio, como Charles Bowden, o analistas internacionales como Edgardo Buscaglia, insistieron con que la guerra contra las drogas de Calderón era en realidad una guerra por las drogas entre organizaciones vinculadas, de alguna manera, a diversos operadores del Estado mexicano.

Fueron estas voces las que primero afirmaron que aquel gobierno federal había optado por atacar sólo a un lado del crimen, asumiendo equivocadamente que la empresa comandada por El Chapo Guzmán era menos peligrosa: sólo traficaba drogas pero no extorsionaba, secuestraba o asesinaba civiles.

Hacia mediados de 2011, la secretaría de Gobernación entregó a EL UNIVERSAL un reporte que exhibía la falsedad del mito. En él se mostró que al menos 6 de cada 10 muertes violentas vinculadas a la guerra (contra/por) las drogas, durante los primeros cinco años de la administración calderonista, se explicaban por un enfrentamiento entre la organización de El Chapo y sus distintos adversarios: los hermanos Arellano Félix, los hermanos Carrillo Fuentes, los hermanos Beltrán Leyva, Los Zetas, etcétera.

Es cierto que, por su modo de operar, las bandas contrarias al Cártel de Sinaloa se hicieron fama de más peligrosas (por ejemplo Los Zetas). En cambio, la mercadotecnia de El Chapo sirvió para dejarlo mejor parado frente a las autoridades. Pero los números crudos de aquel informe no pudieron confirmar a Gobernación esa percepción. Aunque no fuera igual de histérico en su conducta criminal, el cártel de los sinaloenses se convirtió en el principal detonador de la violencia; la variable más importante a considerar.

En este contexto, Joaquín Guzmán Loera significó, durante casi 14 años, una amplísima sonrisa burlona lanzada en contra de nuestro Estado, sus leyes y su imperio. Mientras la autoridad lo consideraba un mal menor, un peligro de segunda, acaso un narco con el que se podía llegar a acuerdos, las instituciones de la República sufrieron una devaluación sin límite.

Miro las fotos del ciudadano Joaquín Guzmán Loera publicadas el pasado fin de semana —retiro el título de El Chapo a partir de ahora— y las constato muy distintas en comparación con aquella donde fue presentado ante la opinión pública, Edgar Valdés Villarreal.

En ninguna los ojos del sinaloense cruzan por encima de la línea del horizonte y el gesto general de su rostro es de absoluta derrota. En la primera aparece con el torso desnudo, mientras una mano de la autoridad le sostiene la cabellera revuelta. La tristeza detrás del gesto se asoma grande. En la otra, los efectivos de la Marina lo conducen con vigor y el criminal, juzgado hace más de tres lustros, apenas alcanza a observar las suelas de unos zapatos ajenos a los suyos.

No sé qué nuevo dato ofrecería el Latinobarómetro si sus encuestas fuesen levantadas en esta semana que comienza. Mi optimismo de hoy me empuja a creer que quizá la credibilidad del Estado mexicano tiene solución. Aún son muchas las historias de violencia que habrán de contarse en nuestro país, pero puedo imaginar que, después de este sábado, es la confianza y autosuficiencia de los criminales mexicanos la que va a sufrir una magnífica devaluación.

Fuente. El Universal