En México, para el ciudadano común, la imagen de lo público es negativa. Esto incluye a la Auditoría Superior de la Federación (ASF). Quienes participamos en tareas del sector público enfrentamos el escepticismo de amplios sectores ciudadanos.

Esta avasallante realidad se alimenta de lo que pasa hoy pero, en realidad, es el resultado de la distancia que el funcionario público ha generado, desde hace décadas, entre su trabajo y el interés social.

La democracia, pensábamos, solucionaría esta relación de desconfianza. Ahora, queda claro que fuimos ingenuos. Un cuerpo enfermo no necesariamente se cura por el simple hecho de cambiar de doctor, o por renovar la manera en cómo se elige a éste. Una familia fracturada no soluciona sus problemas sin tener que pasar por el amargo trance de una crisis. Creo que ahí es dónde estamos ahora.

Tal vez en 30 o 40 años, con una mayor perspectiva, se pueda entender que esta etapa de desconfianza —donde hay un clamor para que la integridad, la eficiencia, la eficacia y la economía se instalen de manera definitiva en la cotidianidad de los servidores públicos— era necesaria para encontrar un rumbo positivo.

Esta transformación no debe concebirse como algo mágico; por el contrario, debe consistir en establecer una cultura de legalidad, orden, control y rendición de cuentas, creando un sistema donde cada funcionario público enfrente un ambiente liderado por la fiscalización, la transparencia y las sanciones efectivas, en el que sus incentivos personales se alineen con el interés público. De hecho el choque entre el interés personal y de la mayoría, en una democracia, debería catalogarse como conflicto de interés.

Hay dos factores que deben ser ponderados, por quienes toman las decisiones políticas en este país, a fin de contribuir, en la práctica, a que se den los cambios necesarios.

El primero es aceptar que esta etapa negativa de credibilidad e imagen no es un asunto de partidos, es un asunto de Estado. Con base en los argumentos expuestos, se puede construir la hipótesis de que esta crisis se suscitaría independientemente de la composición partidista de gobiernos y entidades públicas. En tanto no se conciba la solución como un asunto sistémico, no hay margen para el optimismo.

Segundo, los problemas vinculados con la gestión gubernamental trascienden al año fiscal. Es cierto que por facilidad operativa, el funcionamiento de los entes públicos debe medirse por años. El presupuesto se aprueba de esa manera y la Cuenta Pública se elabora sobre una base anual. Sin embargo, los incentivos que enfrentan los funcionarios públicos no son anuales sino permanentes; esa es la respuesta a la reiterada pregunta “¿qué partido en el poder fue peor o mejor en cuanto al manejo de los dineros públicos?”.

En este contexto, hoy la ASF presenta el Informe del Resultado de la Fiscalización Superior de la Cuenta Pública 2013. Esta entrega incluye mil 402 auditorías, ocho evaluaciones de políticas públicas y tres estudios. Se incorpora, como lo comenté en otras participaciones, un Informe General en el que se identifican trece áreas del sector público con riesgos que propician la recurrencia de observaciones y que van más allá del año que se revisa.

Sin dejar de cumplir con el marco legal vigente, el Informe que presenta la ASF contribuye a una visión de largo plazo en la búsqueda de que su labor trascienda las coyunturas políticas.