La ciencia política de nuestros días predice que cuando un partido enfrenta escándalos de corrupción —de la naturaleza que sean— los ciudadanos tienden a castigar a ese partido en las siguientes elecciones. ¿Pero qué sucede cuando todos los partidos están lastrados por el mismo mal? En este caso, las respuestas son variadas y todas negativas: la más frecuente y peligrosa es el deterioro de la democracia en su conjunto y, en consecuencia, de la capacidad del régimen para cumplir sus cometidos; otra es la caída en picada de la participación electoral verdaderamente libre, que deja su sitio a las clientelas partidarias; y otra más, es la emergencia de movimientos sociales de toda índole —más pacíficos o más violentos— que desafían al régimen de modos muy diversos.

Tengo para mí que esas secuelas ya están sucediendo en México. El desencanto democrático, derivado de los despropósitos de los partidos, cumple ya más de una década. Al menos desde las elecciones del año 2006, los datos sobre la falta de credibilidad y de confianza en nuestro sistema de partidos se han venido agravando con cada nueva medición: México ya ocupa, entre todo el continente, los últimos lugares de confianza ciudadana en el sistema democrático. El Pacto por México le dio al gobierno actual un amplio margen de maniobra durante los primeros 18 meses del sexenio, pero los escándalos de corrupción lo han puesto contra la pared. La crisis de la masacre cometida en Ayotzinapa no fue la causa de ese deterioro, sino una de sus consecuencias. Y hasta ahora, esa crisis de confianza sigue sin tener salidas viables.

Por otra parte, resulta por lo menos ingenuo suponer que el proceso electoral en curso aliviará al país de sus problemas. Al contrario. Aunque las campañas formales todavía no empiezan, las noticias cotidianas sobre la forma en que se están conduciendo los partidos para seleccionar sus candidatos y disputar sus liderazgos son francamente lamentables. Desde el partido recién creado que ya se fracturó por el control de sus dineros, hasta el dominante que vuelve a las rutinas de tapados y decisiones cupulares, pasando por el fuego amigo o el desgajamiento airado de las oposiciones principales, todo indica que la conducta partidaria no contribuirá en casi nada a restaurar la confianza ya quebrada.

Sin embargo, habrá elecciones: votarán los cuerpos burocráticos y las clientelas construidas con los dineros de los aparatos de partido, de modo que los resultados serán mucho más una prueba de fuerza entre ellos que una consulta a los ciudadanos sobre el rumbo que debe tomar México. Pero entretanto, los movimientos sociales de rechazo al régimen actual seguirán fluyendo como agua. No se necesita una bola de cristal para advertirlo, pues ya están en la calle. Y no todos ellos son pacíficos ni todos quieren construir instituciones democráticas para el futuro. Entre esos movimientos hay de chile, de dulce y de manteca, aunque la mayoría converja en el agravio compartido por las secuelas de la corrupción del régimen.

Si hubiera un poco de conciencia sobre el volcán en el que están parados, los dirigentes de partido tendrían que convertir las elecciones de 2015 en una suerte de plebiscito ampliado sobre el futuro del país: una elección entre propuestas democráticas de gran calado, capaces de responder a los agravios acumulados en la sociedad. No una elección vacía de contenidos, cruzada de acusaciones conocidas y plagada de fotografías sonrientes, sino una deliberación abierta para atender, al menos, la corrupción, la impunidad y la desigualdad, como un puente de conciencia tendido entre la gente y la clase política profesional. No habrá otra oportunidad sino hasta 2018, cuando podría ser demasiado tarde. Pero comprendo que no pueden pedirse peras a los olmos, aunque me encantaría que ese milagro sucediera.

Fuente: El Universal