El próximo 6 de junio tenemos una cita en las urnas. No tengo la menor duda de que será una buena jornada. Se instalarán puntualmente casi la totalidad de las casillas y en la gran mayoría de ellas transcurrirá el proceso de manera tranquila. Los mexicanos tienen confianza en la autoridad electoral. Es una de las pocas instituciones que aprecian. Por eso los embates del presidente al órgano federal electoral no parecen haber causado mella.
Esta es la imagen del México civilizado. El de los mexicanos que se forman en la fila con la expectativa de expresar sus preferencias para construir un futuro mejor; que le dan un valor al voto como mecanismo para elegir entre distintas ofertas políticas y premiar o castigar a quienes ya tuvieron la oportunidad de acceder al poder. Este México es real.
Como también lo es el México violento, en el que se mata y agrede a candidatos, militantes e incluso autoridades en funciones. Quienes han hecho un seguimiento de estos incidentes a través del tiempo, sostienen que el proceso electoral que ahora transcurre es el más violento desde que instauramos la democracia electoral en el país. Los datos son distintos dependiendo de la fuente, pero es un hecho que la violencia está presente de manera creciente en la política mexicana.
Solemos culpar al crimen organizado por perpetrar esta violencia. Asumimos que lo hace porque quiere más. No sólo el control del territorio, sino también de las estructuras de gobierno. Pone y dispone en las plazas donde no hay autoridad que le ponga límites. Y esos límites se van diluyendo paulatinamente. Muy pocas de esas agresiones y asesinatos se llevan al proceso penal. Van a parar al conteo de asesinatos (que en 2020 superaron los 35 mil) que quedan impunes casi en su totalidad. En este país no hay costo por matar. Por eso, no es impensable que sean los adversarios políticos los que estén haciendo uso del recurso de la violencia, como cuando la política mexicana era salvaje. ¿Podemos regresar a ese lugar?
Sí, sí podemos, y veo por lo menos tres factores que podrían acelerar el proceso. Lo primero es la pretensión del presidente de recrear la Presidencia de antaño, cuando contaba con un aparato partidista y de control político que aseguraba la gobernabilidad y también la ‘regulación’ del crimen. Al tener la ilusión de que puede recrear esa Presidencia y esa estructura de control (algo irreal), a costa de las instituciones democráticas y de la gobernanza de este país, abre la puerta al desorden porque vamos a terminar en un vacío: sin presidente fuerte y sin instituciones habilitadas en el ámbito de la seguridad y la justicia.
Los otros dos factores son derivación de este primero. El presidente no tiene interés en construir capacidades de Estado; no hay un solo proyecto encaminado en esa dirección. Sucede lo contrario. Ha debilitado sus propios instrumentos de gobierno y ha avalado retrocesos muy dolorosos en ámbitos como el de la justicia. La aprobación reciente de la ‘Ley Gertz’ canceló la posibilidad de dar un vuelco en materia de investigación criminal, de profesionalización de cuadros y de una persecución criminal estratégica. El fiscal general derrumbó un modelo que abría la oportunidad de cambio, justo ahí donde tenemos un enorme rezago. Debería el fiscal, por cierto, estar lidiando con la violencia política, como un tema estratégico en su política de persecución criminal. Se encuentra, sin embargo, más ocupado en desmontar el modelo de Fiscalía que recibió y eligiendo con criterios políticos a quién echarle encima el aparato de persecución criminal.
Un tercer tema tiene que ver con la relación de la Federación y los estados. Ésta nunca ha ido bien. No hemos tenido un arreglo federal resuelto, sino un esquema híbrido que conserva características de un modelo centralizado, con componentes de uno descentralizado. Esquema muy poco funcional, porque las responsabilidades se diluyen y la cooperación no se da. Este marco es general para el tema de política pública que elijamos, pero en la seguridad pública se vuelve crítico. En el papel tenemos un Sistema Nacional de Seguridad Pública; en la realidad, un esquema de coordinación roto. Por eso el crimen nos somete.
En esta administración no existe el tema del federalismo. Los gobernadores y alcaldes no morenistas son vistos como adversarios, no como contrapartes con las que se ejerce la función de gobierno. Tengo muy presentes esas visitas del presidente a los estados, en las que se abucheaba al gobernador y se le exaltaba a él, en un juego de vencidas y no de cooperación. Así no se puede articular una respuesta al crimen. Así no se forja la autoridad, la cual debe percibirse como dotada para imponer consecuencias a quien violenta la ley. Por eso los criminales, organizados o no, se sienten con permiso para matar. Estamos erosionando las bases de nuestra civilidad.
La jornada del 6 de junio no va a ser lo festivo que quisiéramos. Carga ya con un récord de violencia que no podemos ignorar. Que sirvan estas circunstancias para reflexionar y emitir el voto. Y para construir la agenda que necesitamos en nuestra marcha hacia la civilidad.
Fuente: El Financiero