El paquete de leyes aprobado recientemente por el Congreso de la Unión ha desatado una serie de reacciones que giran en torno a los méritos de lo alcanzado con este importante proyecto nacional.
Una corriente no se siente plenamente identificada con el contenido final de estos ordenamientos, puesto que considera que no reflejó, término a término, el texto de la iniciativa ciudadana original sobre las responsabilidades administrativas. Resulta comprensible esta postura cuando sabemos que su origen fue la sensación de vulnerabilidad, de frustración y de impotencia de la sociedad respecto al impacto de la corrupción en su vida diaria, así como al deseo de solucionar, de una vez por todas, este problema.
Por lo mismo, tenemos que reflexionar respecto al matiz emocional que esta actitud entraña, y en qué medida este tipo de componentes se contraponen a proponer una solución técnica a un problema de índole multifactorial. Para la misma Auditoría Superior de la Federación las disposiciones de la Ley de Fiscalización y Rendición de Cuentas —que forma parte de este conjunto— pueden no abarcar la totalidad de sus expectativas, sin embargo, representan un avance innegable.
Lo más importante de una ley es su puesta en práctica, su implementación. La ley es un marco que permite la generación de condiciones, la asignación de atribuciones y la definición de límites; corresponde a las instancias involucradas convertir estos preceptos en acciones operativas que permitan su aplicación en los ámbitos de su competencia.
Por ello, considero que es precisamente en ésta área en la que será necesario centrar el debate nacional, con el fin de poder alcanzar resultados tangibles. Simplemente, no puede concebirse que el acto de promulgar una ley sea la solución final de un asunto de la magnitud y la complejidad del que nos ocupa.
En esta visión de cómo implementar las leyes hay que plantearnos cuestionamientos muy prácticos: recursos; actores; tiempos. Por ejemplo, se requerirá determinar el incremento presupuestal que implican las nuevas tareas derivadas del Sistema; discurrir acerca del nivel de desarrollo institucional de las instancias de los gobiernos de las entidades federativas que tendrán que replicar el modelo que se está creando a nivel federal; o cuándo podrá considerarse al Sistema plenamente operativo.
Adicionalmente, resultaría de gran importancia hacer un análisis acerca de las consecuencias institucionales de la coyuntura política actual. En particular, la manera en la que los nuevos gobiernos electos en distintos estados de la República van a manejar el tema de la permanencia o el cambio de los titulares de las Entidades Fiscalizadoras Superiores estatales.
¿Cuántos auditores locales se mantendrán en el puesto? ¿Los que lleguen contarán con las condiciones para ejercer sus labores con independencia y autonomía? ¿Cómo asegurar que no se repita el problema cada seis años? ¿Cómo afecta esta situación al funcionamiento del Sistema Nacional Anticorrupción?
Sería deseable que, en lugar de descalificar o enaltecer de más al Sistema, nos ocupáramos en identificar los factores externos que representan una amenaza respecto al logro de sus objetivos y propongamos acciones concretas para enfrentarlos. El Sistema es una realidad. Este avance representa un hito en la historia de la rendición de cuentas en México; requiere tiempo y el compromiso claro de los actores que tendremos una injerencia directa en su funcionamiento. De la misma forma, es necesario que la ciudadanía asuma sus responsabilidades para coadyuvar a la solución del problema.
Fuente: El Universal