Las escenas del domingo pasado, donde se vio al pueblo bueno agarrarse a golpes o quemar urnas y, sobre todo, acarreando personas que ni idea tenían de a qué iban para votar por la candidatura indicada por el líder del que esperan les resuelva algún problema o les consiga un servicio al que, por lo demás, tienen derecho han sido usadas, no sin razón, para atacar a Morena y su falta absoluta de cultura democrática. Sin embargo, no son la excepción en la vida política mexicana. Por el contrario, son expresión de una forma ancestral de movilización social, profundamente arraigada y predominante en la mayoría de los partidos políticos.

La movilización de clientelas políticas dependientes de la protección y los favores de un líder fue la forma tradicional de mostrar respaldo en el PRI de la época clásica. Las llamadas con sorna “comisiones de redilas” eran una parte fundamental de cualquier comité de campaña. Redilar es un verbo que significa reunir detenidamente al ganado menor en un campo para que lo abonen. Y así, como borregos, han tratado los políticos mexicanos a las personas que viven en la precariedad y requieren de su intermediación para conseguir un servicio público, una ayuda gubernamental o un crédito agrícola. Personas vulnerables a la que el Estado mexicano le ha negado sistemáticamente su protección y sus derechos, en beneficio de intermediarios políticos que las utilizan como base de apoyo para su medro.

El clientelismo es una forma de dominación política que forma parte de los cimientos de la organización estatal mexicana. En el siglo XIX, los señores de la guerra establecieron redes de protección clientelista con las comunidades y los pueblos. Se trataba de relaciones de reciprocidad asimétrica, donde las comunidades brindaban soldados y apoyo político a cambio de cierto grado de seguridad, en un entorno de gran incertidumbre y violencia. Cuando la Constitución de 1857 concedió el voto universal a todos los varones mayores de 21 años, los sufragios de los campesinos cobraron un enorme valor para aquellos con pretensiones políticas. El voto cautivo de las clientelas era crucial en un país de ciudadanos imaginarios, como los llamó Fernando Escalante en un libro imprescindible para entender los modos de la política decimonónica.

Por supuesto, nadie creía que se tratara de votos conscientes por programas o candidatos. Eran votos controlados por los caciques y los liderzuelos locales que los vendían al mejor postor, y cuando dos o más líderes controlaban redes distintas en un mismo territorio la violencia afloraba, al grado de que, como bien señalaba Emilio Rabasa en su demoledora crítica a la Constitución de 1857, “si dos o más partidos libres se disputaran el triunfo, no lucharían por obtener los votos de los ciudadanos, sino para imponer los agentes para el fraude, y alcanzaría la victoria el partido que cometiera mayor número de atentados contra las leyes” (La Constitución y la dictadura, 1912).

Acarreos clientelistas fueron desde entonces las elecciones en México. En el Partido Nacional Revolucionario, donde las candidaturas oficiales se decidían por unos llamados “plebiscitos”, una suerte de elecciones primarias, solía ganar el candidato que más redes movilizaba y muchas veces aquellos comicios acababan igual que los que vimos el domingo en las asambleas de Morena. Ya en la época del PRI, el voto cautivo de los ejidatarios –clientes políticos cautivos, pues si no votaban por el partido oficial se quedaban si crédito o se les pudrían las cosechas, pues la CONASUPO no se las compraba– era la base que nutría las llamadas casillas zapato en amplias zonas del país.

Desde los 18 años milité en partidos que se proclamaban de izquierda y se suponían promotores de la democratización. En todos ellos vi cómo su vida interna se definía a partir de la movilización de redes de clientelas. En el PST las asambleas se llenaban de campesinos sin tierra o invasores de terrenos urbanos guiados por algún líder que les indicaba cuando aplaudir o las consignas a corear. En el PSUM, también eran cruciales las redes de lealtad a la hora de conseguir apoyos internos. Incluso en partidos que concebimos como organizaciones de ciudadanos libres y autónomos, como Democracia Social y Alternativa Socialdemócrata, al final la lógica clientelista acabó por imponerse y deformó el proceso organizativo, con todo y trifulcas a escala como las del domingo.

Los partidos mexicanos requieren, por imperativo legal, de redes de clientelas, pues de otra manera no podrían hacer asambleas requeridas para su registro. Durante algún tiempo, el PAN fue un “impecable partido de ciudadanos”, según lo definió Arnaldo Córdova, pero ya la elección de Vicente Fox como candidato presidencial fue un acto de acarreo, lejano de cualquier proceso de deliberación democrática.

Lo de Morena no es más que un nuevo episodio de simulación democrática en un país donde los políticos siguen siendo esencialmente intermediarios que se apropian de una parcela de influencia estatal para intercambiarla por votos y apoyo masivo. Lo que deberían ser derechos universales se convierten en monedas de cambio para garantizar la lealtad de personas que creen que sólo así van a poder acceder a algún programa social o van a poder obtener un servicio. Se trata de la forma más burda de privatización de parcelas de poder estatal en beneficio de intereses particulares.

Mientras tanto, la ciudadanía en México sigue siendo una minoría. Los individuos que exigen derechos y cumplen con sus obligaciones desde su autonomía han aumentado sustancialmente desde los tiempos en que sólo era un producto de la imaginación de los legisladores liberales, pero todavía no constituye la mayoría del electorado. De ahí que los líderes de Morena, como los del PRI y casi todos los de los demás partidos en buena parte del territorio nacional sigue aprovechando la vulnerabilidad de la población para lograr sus fines.