La invitación de Javier Garciadiego, presidente de El Colegio de México, a ser uno de los ponentes en el homenaje de los egresados mexicanos al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de España, con motivo de la visita a la ciudad de su actual director, Benigno Pendás García, me sirvió de pretexto para las remembranzas de una etapa muy especial de la vida. Hace ya un poco más de veinte años cursé el posgrado en Derecho Constitucional y Ciencia Política, del que entonces se llamaba sólo Centro de Estudios Constitucionales, y la experiencia vivida fue extraordinaria tanto en lo académico, como en lo personal. Por eso me sumé con mucho gusto al reconocimiento en el que participaron también José Ramón Cossío, María de los Ángeles Fromow y Mauricio Merino.
El catálogo de cursos de la especialización no se limitaba a los temas formales de las dos disciplinas, pues no sólo se podían tomar los seminarios de grandes juristas, como Francisco Tomás y Valiente, entonces presidente del Tribunal Constitucional de España, años después asesinado por ETA, o de politólogos notables, como Leonardo Morlino; también se podía asistir a cursos sobre, por ejemplo, política y deporte o como el notable de Nigel Denis sobre política y literatura en la década de la segunda república y la guerra civil españolas. Fue para ese curso que hice uno de los trabajos monográficos requeridos para obtener el diploma. Denis había dedicado sus exposiciones al compromiso político de una generación intelectual notable, buena parte de cuyos mejores exponentes acabó exiliada en México, por lo dediqué mi ensayo a seguir a esos transterrados en este país. Con el pretexto del homenaje desempolvé aquel viejo texto, que me había permitido descubrir a un escritor al que no se le ha dado en México la importancia que merece precisamente, por su visión de lo mexicano.
Ramón J. Sender es un escritor peculiar entre los que llegaron exiliados después de la derrota republicana. A diferencia de la mayoría de los poetas o ensayistas que fueron acogidos por el gobierno de Lázaro Cárdenas, que apenas si sabían a dónde habían venido a parar, este autor tuvo un interés muy temprano por México, y ya había escrito antes del exilio sobre la sociedad y la política del país al que llegaría años después. Sender se había apasionado por la historia de las antiguas culturas mexicanas y conocía la obra de los cronistas del siglo XVI, especialmente la de Bernardino de Sahagún. Ello le permitió componer casi a su llegada un libro de cuentos sobre temas mitológicos náhuatls, Mexicayotl, con una interesante interpretación de la cosmovisión azteca.
Sender —que vivió pocos años en México, pero que durante su estancia en el suroeste de los Estados Unidos siguió vinculado al mundo intelectual de su primer asilo— es, como el filósofo José Gaos, y a diferencia de la distancia respecto al país mostrada por la mayoría de los escritores refugiados, defensor de la mexicanización del exiliado:
…yo no me siento extranjero. Soy un mexicano más y a veces blasfemo contra México y otras lo adoro hasta un extremo para el cual no hay palabras adecuadas. Lo mismo pasaba con mi patria España. Todos hijos de la chingada, pero compartiendo el mismo destino, no se cuál ni me importa.
Sender critica las formas de la retórica oficial y cuestiona la veneración por los héroes autóctonos. Se enfrenta conflictivamente con las formas del ser mexicano “…son tan terriblemente susceptibles” y de esta relación de atracción—repulsión nace el increíble retablo que constituye su novela El Epitalamio del Prieto Trinidad. La narración está situada imaginariamente en una isla—prisión del caribe, que es evidentemente el penal de las Islas Marías (el encubrimiento lo hace el autor para no herir la susceptibilidad de sus huéspedes). Hay a lo largo del Epitalamio ecos constantes de Valle Inclán, no sólo por el tono esperpéntico de la obra sino por los nombres de los personajes y las situaciones; pero también se nota algún parentesco con la obra de escritores mexicanos, como la de Juan de la Cabada, que en El brazo fuerte incursiona en el tema de las relaciones de dominación de carácter caciquil que se reproducen en la burocracia posrevolucionaria, o con la novela de José Revueltas Los muros de agua —aparecida poco antes que el libro de Sender (1942), y con la que comparte escenario.
Pero la obra de Sender es extraordinariamente original, no sólo por el tono tremendista que le imprime a las narraciones de los crímenes de los presos, sino por la finura de los cortes que realiza del entorno que describe; hay un detenido proceso de observación de las maneras peculiares de la sociedad mexicana. Las jerarquías y la desigualdad se hacen evidentes en el calzado de los habitantes de la ciudad de México (las botas de los militares, los finos zapatos de los burócratas en ascenso, los huaraches de los cargadores, los pies descalzos de los indios); la corrupción aparece como parte del arreglo social a través de las formas en que se consuma la mordida. En un pasaje que transcurre en el mercado de la capital, el Prieto Trinidad extorsiona a la vendedora de mariguana procedente de la isla penal donde él es director; el Prieto la amenaza con denunciarla si no le dice quien le manda la mercancía:
La vieja se negaba. Sin perder rigidez dejó caer un billete de cincuenta pesos a los pies de Trinidad.
—Perdone, mi jefe. Algo se le calló del bolsillo. Trinidad lo recogió.
—Se me cayeron dos ¿dónde está el otro?
—Aquí merito ¾se apresuró a decir la vieja. Yo lo había tomado del suelo sin saber.
La novela describe, mejor que la literatura propiamente mexicana de la época, el carácter de las relaciones de dominación verticales, autoritarias, que se reproducen piramidalmente. Personajes como el Prieto Trinidad son producto típico de la movilidad social de la Revolución y forman parte de la cadena de lealtades que el régimen mexicano había logrado articular.
Trinidad reproduce en sus subordinados el despreció que por él manifiesta su jefe y se venga en ellos de las afrentas que éste le hace. Al final hay un estallido —representación esperpéntica de la Revolución— y los presos acaban asesinando al Prieto para celebrar con su cadáver una macabra representación, reproducción del ritual de Xipe Totec, con desuello incluido. Casi al margen, aparecen los indios de la isla, testigos silenciosos, mientras el maestro del lugar es la conciencia impotente de la tragedia.
La novela de Sender es un fresco de la complejidad del México de principios de los cuarenta. Pertenece por su tema y su lenguaje a la literatura mexicana, a pesar de los encubrimientos que Sender le quiso imponer para no enfrentar los resquemores de su país de asilo. Sin embargo, ha sido ignorada, víctima de la susceptibilidad nacional que su autor había entendido tan bien.
Fuente: Sin Embargo