En las últimas semanas el deterioro social ha sido vertiginoso. La sensación de enojo y frustración es tanto generalizada como profunda. En el discurso, la “crisis del Estado de derecho” es lugar común. La verdad es que nadie debería llamarse a sorpresa. Desde hace muchos años había elementos para diagnosticar que algo grave se estaba gestando. Pero cerramos y los ojos, y lejos de remediarlo le echamos leña al fuego, que ahora es tan difícil de apagar.
Los mexicanos arrastramos una dualidad secular. Por un lado, pensamos que ajustar la conducta a la norma es deseable e imaginamos al “Estado de derecho” como un ideal equiparable al cumplimiento de las leyes y la ausencia de corrupción. Por otro, admitimos con desparpajo que resulta aceptable alejarse de las reglas, sobre todo porque “los otros” no las respetan, y tenemos en los hechos una alta tolerancia (si no es que complacencia) con la corrupción. Este doble lenguaje, terreno fértil para la desconfianza, se agrava porque no acabamos de entender que, menos que historia y cultura, se trata de construir condiciones institucionales que generen nuevos y creíbles incentivos para conducirse.
Pero todos hemos contribuido, en alguna medida, a mantener ese estado de cosas. Las mezquindades políticas, sumadas a la impericia o la complicidad, han producido leyes que son incumplibles o incomprensibles; hemos socavado instituciones que funcionaban bien para crear otras con mandatos imposibles de honrar; exigimos el cumplimiento de responsabilidades cuando no somos capaces siquiera de enunciarlas con precisión.
El Estado de derecho no es etéreo. Implica leyes que se puedan entender y cumplir, instituciones que las apliquen con legitimidad, responsabilidades claras y rendición de cuentas. Poco de eso tenemos. Pienso en algunos ejemplos recientes que podrían, por desgracia, multiplicarse en un rosario interminable.
Los partidos se ufanan de crear nuevos derechos, como la consulta popular, pero son incapaces de lograr los acuerdos políticos y jurídicos necesarios para darle viabilidad. Solución: patear la pelota para que otros órganos, en particular la Suprema Corte de Justicia, resuelva lo que ellos fueron incapaces de hacer. Resultado, deslegitimar una institución central para que el famoso Estado de derecho pueda funcionar. La decisión de la Corte estaba condenada pues enfrentaba un problema de origen (ello sin olvidar que, con tiempo y serenidad, será necesario analizar con detalle los argumentos de los ministros).
En medio de la crisis, los diputados reclaman resultados inmediatos y responsabilidades absolutas. Al mismo tiempo se asignan la potestad de distribuir discrecionalmente, sin control alguno y con nula rendición de cuentas, partidas con miles de millones de pesos que representan una proporción significativa del presupuesto federal. ¿Tienen entonces calidad ética y política para después llamar a cuentas al resto de los Poderes?
Quizá la mayor paradoja visible de nuestra esquizofrenia es la actuación de la PGR en Ayotzinapa. Con independencia del juicio sobre su contenido, es la primera vez que recuerdo a un procurador, cabeza del ministerio público federal, dirigir la investigación como lo mandata la Constitución, dar la cara y rehusarse a ajustar su acción y declaraciones a los tiempos y demandas de los medios y la política. El resultado: el linchamiento público por una frase que, aunque desafortunada, en el contexto era entendible. ¿Queremos inquisidores o ministerios públicos profesionales y rigurosos con el debido proceso?
Tenemos, cierto, razones para el enojo, pero muchas más para preocuparnos de cómo salir adelante. Y eso sólo se logrará con tiempo, perseverancia y con una conducta congruente con el país que queremos.
Fuente: El Universal