Sólo el título se inspira en la novela de Aldous Huxley de 1932, porque no quiero hablar de sociedades perfectas en las que los individuos desde su concepción están artificialmente dispuestos para cumplir un rol en sociedad que embona con un plan maestro. Quiero hablar de lo opuesto: de cómo podemos establecer parámetros para que, reconociendo la naturaleza humana, logremos aprovechar lo mejor de nosotros mismos. Hay esquemas que dan rienda suelta a bajas pasiones; hay otros que procuran nuestra nobleza. Somos las dos cosas. El que predomine uno sobre lo otro depende del entorno, también de las reglas y de cómo se hagan cumplir.
Hago este preámbulo para hablar de política pública. Créanmelo, aplica. En el mundo perfecto de Aldous Huxley, no habría dilemas. Con insumos e instrumentos técnicos correctos, se haría el diseño de la política pública idónea para resolver un problema público específico. Pero en un mundo en el que la naturaleza humana no se programa, las cosas se hacen más complicadas. Porque ya no se trata de aplicar recetas exitosas, aunque existan, sino de hacer compatible una respuesta idónea de política pública con las aspiraciones de poder de un gobernante. El mundo perfecto de Aldous Huxley se complejiza o neutraliza tanto como se quiera, dependiendo de cierta realidad de poder. Y esto es un tema inherente a la naturaleza humana.
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