El 28 de agosto México Evalúa presentó un estudio sobre el sistema penitenciario mexicano, titulado La cárcel en México: ¿Para qué? (disponible aquí). El documento evidencia la crisis que actualmente enfrentan las cárceles mexicanas. En México usamos la cárcel de manera intensiva e irracional: 58.8 por ciento de las sentencias corresponden a delitos menores y no violentos, con penas de menos de tres años de prisión. Las sanciones alternativas, como multas y servicio comunitario son ignoradas: sólo 3.6 por ciento de las sentencias condenatorias correspondieron a multas y reparación del daño. Además, la pena de cárcel se usa de manera desproporcionada. En estados como Aguascalientes, Baja California, Campeche, Chihuahua, DF, Durango, México, Quintana Roo, San Luis Potosí, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Veracruz, Yucatán y Zacatecas, la pena por robo sin violencia puede ser mayor a una por homicidio doloso sin agravantes. Adicionalmente, el 41.3 por ciento de los internos se encuentran en prisión preventiva —es decir, aún no han sido sentenciados y sin embargo, permanecen en la cárcel. Esta evidencia nos fuerza a hacernos dos preguntas fundamentales: ¿Para qué utilizamos nuestras cárceles? ¿Para qué deberían servir? Esto es lo que busca contestar el documento publicado por México Evalúa.

El sobreuso de la prisión tiene consecuencias graves para el proceso de reinserción de los internos. Las cárceles están sobrepobladas y en consecuencia, las condiciones de vida en las que se encuentran los penales representan una violación a los derechos humanos más básicos de los internos. Quienes se encuentran en las cárceles están ahí para cumplir con una sentencia, no para sufrir. No podemos dejar que el deseo de venganza guíe nuestra política penitenciaria. En especial porque las condiciones de hacinamiento generan la violencia e ingobernabilidad que prevalece en nuestras prisiones. Así, el objetivo de reinserción se vuelve inalcanzable y lejos de resolver el problema de la delincuencia, el sistema penitenciario actual genera mayores riesgos y problemas para la sociedad en su conjunto. Ante esta realidad, tenemos dos opciones: continuar con las políticas penitenciarias y de combate al crimen de los últimos años, o detenernos a reflexionar sobre el uso que le hemos dado a la cárcel, examinar sus consecuencias y transformar su uso.

Continuar con la política penitenciaria actual es inviable. La gran parte de los internos está ahí por delitos no graves y no violentos (por ejemplo, un robo sin violencia de un paquete de galletas en la tienda de autoservicio). Enviar a estas personas a la cárcel significa exponerlas a un clima de violencia y condiciones de vida inaceptables que los marcarán de por vida, incluso cuando se reinserten a la sociedad, pasada su condena. No hay efectos positivos del paso por la cárcel de estos delincuentes menores. Por el contrario, se convierte en un problema mayor para el interno y para la sociedad en general que no debemos ignorar.

Además, el uso actual de la cárcel es irracional por dos razones. Primero, las penas carcelarias para delitos no graves ni violentos no reparan el daño. Por lo tanto, desde el punto de vista de una persona afectada por dicho delito, es más lógico contar con sentencias que contemplen este concepto. Segundo, el costo de la cárcel en ocasiones es mucho mayor que el daño causado por ciertos delitos. La estancia de un prisionero durante un año cuesta poco más de 50 mil pesos. Hay estados en los que un año en la cárcel es la pena mínima por un robo de menos de cinco mil pesos. Por lo tanto, es posible que el Estado invierta diez veces más del monto del daño causado para el mantenimiento del inculpado en prisión.

Ante esta evidencia, resulta urgente transformar el uso que le damos a la prisión. No abogamos por impunidad, sino por un uso racional de la cárcel y el desarrollo de sanciones alternativas como lo proponemos a continuación:

1. Hacer una revisión de los códigos penales para eliminar la sanción carcelaria para algunos delitos no graves ni violentos.

2. Desarrollar normativa y organizacionalmente las sanciones no privativas de libertad, tales como multas, restitución a la víctima o indemnización, imposición de servicios a la comunidad o arresto domiciliario (disponibles en las Reglas de Tokio, de la Organización de las Naciones Unidas).

3. Usar de forma prudente el recurso de prisión preventiva.

4. Mejorar e institucionalizar los programas y las técnicas de reinserción, con base en el respeto a los derechos humanos, el trabajo, capacitación para el mismo, salud, educación y el deporte (tal como dicta el artículo 18 constitucional).

5. Hacer una revisión de la infraestructura con la que cuenta el Sistema Penitenciario Nacional.

6. Profesionalizar al personal administrativo, técnico y de custodia.

El nuevo sistema de justicia penal acusatorio es parte de la solución, pues las instituciones que se establecen a partir de la reforma son esenciales para poder llevar a la práctica salidas alternativas en el caso de delitos menores y hacer un uso cauteloso de la prisión preventiva. Sin embargo, es fundamental revisar también los códigos penales para establecer, desde la ley, un uso más racional de la cárcel. Es necesario que varios delitos que actualmente se castigan con prisión sean tratados con otro tipo de penas. Esto reduciría significativamente la población carcelaria y, por lo tanto, el hacinamiento. También evitaría que los delincuentes no violentos pasen por un ambiente poco propicio para la reinserción.

El uso que se le ha dado a la cárcel implica costos sociales altos y riesgos evidentes. Un sistema que cuesta más a la sociedad que el daño que pretende prevenir o reparar carece completamente de sentido. El peligro latente de que quienes entran al sistema por delitos menores sean contaminados por el ambiente de violencia que se vive al interior no puede permitirse en una institución que busca procurar la justicia, la legalidad y la paz social.

Por Néstor de Buen, Leslie Solís y Sandra Ley, investigadores de México Evalúa y autores del reporte La cárcel en México: ¿Para qué?