“Hoy creo que es imprescindible castigar con votos a un gobierno desastroso”.

Llegan las elecciones y, como siempre, entre los círculos de amigos y conocidos se escuchan comentarios que reflejan frustración y enojo porque las candidaturas no están a la altura de sus expectativas, porque las opciones no reflejan sus preferencias de manera precisa, porque no hay por quién votar. Y sí, es cierto: los partidos mexicanos con registro y sus candidaturas dejan mucho qué desear. Con todo, a pesar de que las opciones son pobres y lo más probables es que quien quiera que gane la presidencia el próximo gobierno será mediocre o malo, una de las principales virtudes de la democracia es que sirve para sacar del poder a los malos gobernantes, aunque ello no garantice que van a llegar los buenos.

Por supuesto que sería ideal que las elecciones fueran un instrumento para llevar al poder a los virtuosos. Lo malo es que estos suelen escasear entre los políticos, profesión especialmente proclive para encumbrar a personajes sin otro oficio o beneficio más allá que el de tener seguidores gracias a su labia florida o a su capacidad de engaño, sobre todo en un sistema de partidos como el mexicano, que impide la presentación en las elecciones de grupos de ciudadanos que le propongan a la sociedad un programa y una lista de candidatos, pues los requisitos para obtener el registro hacen que sólo puedan entrar a la liza electoral redes de clientelas, por lo que quienes compiten en las elecciones lo que buscan es capturar al menos una tajada del botín presupuestal para distribuirlo entre sus leales y, con ello, mantener afectas a sus redes de apoyo político.

En efecto, lo que tenemos los mexicanos en la boleta del próximo dos de junio es la disyuntiva entre la continuidad de una coalición política formada por politicastros oportunistas, grupúsculos de doctrinarios que creen que están viviendo un momento revolucionario y corporaciones y empresarios que quieren mantener las protecciones monopolistas que les garantizó durante décadas el viejo régimen del PRI y que López Obrador les ha renovado, por una parte, y, por la otra, una coalición que también incluye a politicastros oportunistas, pero que al menos defiende la división de poderes, el sostenimiento del entramado institucional que, mal que bien, se ha abierto paso para limitar al antiguo poder omnímodo de la Presidencia de la República y que explícitamente se ha manifestado contra el apabullante proceso de militarización que si bien no empezó con el actual gobierno menguante, sí que ha sido exacerbado durante este sexenio.

No me queda duda de que el voto útil en esta elección es la del castigo al peor gobierno que ha tenido México en lo que va del siglo; y vaya que no han sido especialmente buenos los gobiernos de la etapa de la transición democrática, pero a trancas y barrancas, las reformas para construir un entramado institucional donde el poder fuera cada vez menos arbitrario y concentrado en la Presidencia se fueron abriendo paso. Durante el gobierno de López Obrador el camino ha sido exactamente el opuesto: hacia una recuperación de la autocracia presidencialista y su delfina, Claudia Sheinbaum solo ha ofrecido seguir por el mismo camino de retroceso democrático.

No defiendo las virtudes de Xóchitl Gálvez, aunque me parece que está muy por arriba de los partidos que la apoyan, pero no me queda duda que mis votos en esta elección tienen dos objetivos: hacer lo posible porque no continúe la actual coalición en el poder y fortalecer la independencia del legislativo frente al ejecutivo. No tengo esperanza alguna en que el próximo gobierno convierta a México en un país del primer mundo, ni siquiera veo muchas posibilidades de que sea capaz de atajar problemas tan acuciantes como el desastre de la violencia, la emergencia ambiental o, sobre todo, la desigualdad, raíz profunda de la polarización, pero un triunfo de Claudia Sheinbaum, sobre todo si se repite la mayoría legislativa de Morena y sus aliados, sí pone en riesgo la posibilidad misma de que volvamos a tener elecciones libres y se pueda sacar del gobierno a su partido a pesar de que sigan los malos resultados. Al menos es seguro que a Xóchitl Gálvez le podamos cobrar en las urnas sus errores dentro de tres y dentro de seis años.

Sin duda, echo de menos la existencia de una opción programática sólida en esta elección. Creo que Movimiento Ciudadano perdió la oportunidad de presentar una candidatura que disputara con seriedad el espacio de la izquierda usurpado por Morena. La candidatura de Álvarez Máynez me parece una mascarada, aunque no creo que su participación en la contienda defina la elección en ningún sentido. No creo que si declinare sus votos fueren automáticamente a una bolsa única opositora. Lo más probable es que esté movilizando votos que en otra circunstancia se irían a la abstención o, incluso, a Sheinbaum. Dudo mucho que esos votantes votarían por Xóchitl Gálvez, en buena medida porque son ciudadanos que no advierten lo crucial de la elección.

En otras circunstancias, sobre todo en elecciones intermedias donde no estaba en juego la supervivencia de la democracia misma, he llamado a votar de manera nula, como una forma de presión a los políticos para que abrieran el sistema de participación, aunque con muy poco éxito, pues lo único que se logró es que se creara la posibilidad de candidaturas independientes de manera tan torcida que en esta ocasión nadie serio pretendió transitar por esa vía. Hoy creo que es imprescindible castigar con votos a un gobierno desastroso, que manejó criminalmente la pandemia, abandonó la educación, invirtió en proyectos de infraestructura que envejecerán en días después de que López Obrador abandone la Presidencia, militarizó hasta niveles de alto riesgo al país y carcomió los cimientos de la democracia en construcción.

Fuente: Sin Embargo