La multiplicación de los órganos autónomos de Estado no es la única forma que ha adoptado el regreso al centralismo. También se han acumulado leyes generales, deliberadamente detalladas, cuyo propósito ha sido atar de manos a las legislaturas estatales, o la centralización de presupuestos en áreas tan sensibles como las nóminas de los maestros, o la transferencia de recursos controlados desde las instancias federales, entre otras modalidades que han minado poco a poco la capacidad de gobernar desde las instituciones estatales.

No es ninguna novedad. La puesta en escena del federalismo mexicano ha tenido temporadas cortas y, en todas ellas, ha terminado mal. Duró más en el siglo XIX, de manera intermitente —o fluctuante, como le llamaría Jesús Reyes Heroles— pero acabó hundido entre las contiendas incansables de los caudillos regionales que aspiraban a convertirse en héroes de la patria, hasta que Porfirio Díaz los aplacó y centralizó los mandos. Tuvo algunos episodios libres tras la Revolución de 1910 —sólo para identificarla rápido— pero terminó con el asesinato sucesivo de todos los líderes revolucionarios, hasta que el último sobreviviente se convirtió en el Jefe Máximo y fundó el partido del gobierno, cuyas principales aportaciones consistieron en controlar gobernadores —por la buena o por la mala— y construir un método implacable para la sucesión presidencial. Y volvió a emerger tras la alternancia política del nuevo siglo, cuando el presidente Fox ganó la Presidencia, pero perdió el control del territorio. Y ahora estamos asistiendo a la tercera caída del telón.

A muchos nos preocupa, por razones históricas sobradas, que el regreso del centralismo equivalga a la vuelta del autoritarismo y a la derrota paulatina de nuestra incipiente democracia. Quizás se deba al discurso construido por los liberales del siglo XIX —que todavía corre en nuestras venas— que identifiquemos casi en automático al federalismo con la defensa de las libertades. Sin embargo, también hay evidencia suficiente para afirmar que los momentos de mayor control central en México han sido, siempre e invariablemente, opuestos a la democracia. Pendulamos entre el federalismo conflictivo y el centralismo autoritario y, hasta ahora, no hemos encontrado el equilibrio más deseable entre esas coordenadas.

Para romper esa disyuntiva de una vez por todas tendría que ocurrir una suerte de milagro: que los gobiernos de los estados dieran prueba inequívoca de ser más eficaces, más honestos, más transparentes y más democráticos que cualquier gobierno federal. Tendría que suceder que la defensa del federalismo deje de fundarse en los temores que nos despierta la vuelta al mando centralista, para apoyarse en la evidencia indiscutible de los éxitos logrados por los gobiernos estatales. Gobiernos capaces de resolver los problemas públicos que nos agobian, que lo hagan de manera democrática y abierta, y que no dejen lugar a sospecha alguna sobre el uso de los dineros que manejan.

La defensa del federalismo no puede seguir brotando del miedo al péndulo fatal del centralismo, ni del ideario del siglo XIX, ni de la teoría abstracta. Tendría que venir de la evidencia empírica; de los ejemplos emanados de excelentes gobiernos estatales; de la convicción democrática de amplios sectores de la sociedad, satisfechos con los resultados entregados por sus gobernadores y dispuestos a defender la soberanía de los estados. La defensa del federalismo tiene que construirse desde abajo, con gobernadores que sean mejores, centímetro a centímetro, que el conjunto del gobierno federal y que se ganen a pulso el respeto nacional.

Mientras no haya gobiernos locales capaces de modificar las razones que justifican la vuelta al centralismo, cada uno de nuestros argumentos teóricos federalistas se tropezará con la evidencia de un fracaso. Con todo, los milagros también suelen ocurrir, mientras no se pierda la esperanza.

Fuente: El Universal