No tengo ninguna duda sobre la importancia de recordar los nombres, recuperar las biografías y defender los derechos de las víctimas del periodo de la violencia que ha vivido el país.

La justicia de esa demanda enderezada por los líderes sociales más escuchados de México está fuera de discusión: nuestra conciencia colectiva estará incompleta mientras no recuperemos la identidad de esas decenas de miles de seres humanos que han pagado con su vida los mayores costos imaginables de la guerra incivil en la que todavía estamos metidos.

Es verdad que el memorial de las víctimas no puede ser un monumento levantado a la muerte en un lugar que recuerda al Dios de la guerra, sino un espacio dedicado a la restauración de la vida. Tiene razón el poeta Sicilia cuando reclama un sitio propicio para ese propósito —o miles de ellos, en cada pueblo de México— donde la sociedad se adueñe de esos espacios y no sólo restaure la memoria de las vidas perdidas, sino la dignidad y la esperanza de la vida en común. En este sentido, comparto completamente la opinión de ese Movimiento.

Pero tengo una diferencia de percepción sobre el sitio preferido por ellos: la Estela de Luz no debería albergar ese memorial porque en el imaginario colectivo ya es —y seguirá siendo— un monumento a la corrupción. Aun antes de que se inaugurara, la sociedad ya había identificado que tras ella había una mezcla de negligencia, decisiones mal hechas, dineros desviados y abusos de autoridad que sumados describían de un trazo a la corrupción que ha minado la vida pública del país. La Estela de Luz no debería dedicarse a recordar a las víctimas, sino a explicar las pautas que sigue la causa más importante de casi todos los despropósitos que se cometen en México. La Estela de Luz debe convertirse en un Museo de la Corrupción.

Cuando alguien pasa por ahí, no recuerda el Bicentenario de la nación sino la inutilidad de las decisiones tomadas, el costo enorme que todos pagamos por ellas, lo que se dejó de hacer por levantar una “suavicrema” y el agravio que supone su sola existencia. No pensamos en víctimas sino en corrupción que, además, ha sido confirmada con todo detalle por las evaluaciones que se han hecho después. Y por si esto no fuera bastante, el monumento comparte el espacio visual con la llamada Torre Mayor, que lo supera con creces en dimensiones, como confirmando las consecuencias enormes que tiene el uso discrecional y abusivo de los recursos públicos para forjar fortunas privadas.

La Estela de Luz debe convertirse en un Museo de la Corrupción, además, porque aunque todos padecemos la existencia de este fenómeno —que a su vez explica en buena medida a las víctimas de la guerra incivil—, no todos somos conscientes de las causas que la generan, de los procedimientos más o menos sutiles que sigue, de las alianzas sociales que la sostienen, ni de las consecuencias que acaban postrando al país. Tampoco hemos cobrado conciencia sobre la forma de combatirla, de las experiencias de otros países para atajarla, ni de los costos que pagamos todos los días cuando nos volvemos cómplices de ella. El Museo de la Corrupción cumpliría así una labor pedagógica que nadie está haciendo y cuyos alcances no acaban de ser comprendidos cabalmente.

Por otra parte, aunque la opinión de Javier Sicilia acabara imponiéndose, la memoria compartida seguiría viendo en la Estela de Luz un monumento a la corrupción, pues hay saberes populares que, una vez instalados, son imborrables. De modo que sería una excelente noticia que Sicilia rectificara y que, sin declinar en ninguno de sus propósitos, se sumara en cambio a esta idea. Tal vez entre todos podamos persuadir al gobierno de recuperar la memoria de todas las víctimas y también de las causas que destruyeron sus vidas.

Artículo publicado en El Universal.