El episodio no tiene desperdicio: según la nota de Rolando Herrera, publicada en el diario Reforma el jueves pasado, una estudiante de la UNAM radicada en San Luis Potosí tuvo que salvar varios obstáculos y pagar costos muy altos –medidos en paciencia, dinero y dignidad—para ganar la oportunidad de apenas echar un vistazo a la información que le mostró la CNDH sobre los viajes que realizan sus funcionarios, rodeada por ellos mismos y sin posibilidad alguna de obtener copia de los documentos que solamente le dejaron hojear. Todo esto, en la casa cuya única justificación es, precisamente, la defensa de los derechos humanos.
El caso sintetiza, a un tiempo, la negación de los principios básicos del derecho de acceso a la información pública, la prepotencia de los funcionarios que se asumen como los dueños de la información pública y la opacidad en el manejo de los dineros que utilizan. Así lo prueba el “desmentido” publicado en ese mismo periódico al día siguiente, firmado por el Señor Saúl A. López Lavín, Director General Adjunto de la Coordinación de Comunicación de la CNDH, en el que afirma que: “la información solicitada se proporcionó en tiempo y forma (…) tal como lo prevé la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental” y como puede verse –confiesa impunemente– en el “acta circunstanciada (sic) firmada por la propia solicitante en la cual manifestó su conformidad y agradecimiento”.
Tres datos reunidos en una nuez: el primero es que la información relativa a los gastos que realizan los funcionarios de la CNDH y que ésta debería publicar de manera proactiva, a fin de que cualquier persona pueda verificarla a través de Internet –honrando su papel como la institución defensora de los derechos fundamentales—está, en cambio, albergada en bodegas y cajas que sólo pueden revisarse si quien desea verla hace el viaje hasta las instalaciones de la CNDH en la Ciudad de México, previa cita con los cancerberos de esos documentos. Eso no es lo que prevén las normas de transparencia, ni mucho menos, aunque las citas hayan sido “reagendadas –como dice el Señor Lavín—hasta en tres ocasiones”.
Por otra parte, el comunicado oficial de la CNDH no hace mención alguna al entorno en el que Griselda Cruz –la solicitante formal de esa información—logró poner el ojo en los datos que buscaba. La nota dice que fue atendida en una oficina donde estaban cinco altos funcionarios de ese organismo que no sólo la cuestionaron sobre las razones que la llevaban a pedir la información, sino que incluso –dice la nota—en algún momento le preguntaron si era agente del Cisen. En sano español, eso se llama acoso e intimidación de un grupo de funcionarios, hacia una persona que solamente estaba ejerciendo un derecho fundamental protegido por la Constitución. Dos conductas de prepotencia flagrante que tendrían que ser denunciadas ante… la CNDH.
Finalmente, las leyes federales de transparencia no exigen, de ninguna manera, que las personas que solicitan información deban acreditar su interés jurídico para pedirla y ni siquiera que deban identificarse para tener acceso a los datos cuya divulgación, por el contrario, es obligación taxativa de los funcionarios que utilizan el dinero del país. Pero el “desmentido” del Señor Lavín prueba que la lectura de la institución defensora de los derechos humanos es exactamente la contraria.
Algo está podrido en Dinamarca. Pero que la suma de la opacidad en el uso de recursos públicos, la prepotencia de los funcionarios y la negación de los principios básicos del derecho fundamental a saber provengan de la institución que se creó para cuidarnos de los abusos del poder es, simplemente, inaceptable. Alguien debería ocuparse de llenar a la CNDH de solicitudes de información sobre la forma en que está empleando todos sus dineros, con la esperanza de que en esa casa ya no se produzcan desmentidos, sino el más puro, simple y llano cumplimiento de la ley.