Bien escrito y bien leído, con una escenografía espléndida y un

auditorio formado por amigos y colaboradores, el mensaje sobre el 5to

Informe de Gobierno se volvió una metáfora de lo que está viviendo

México: de un lado, la apariencia controlada por los poderosos, y del

otro, la realidad ingobernable. Sin embargo, entre lo que parece y lo

que es, hay vasos que se comunican y se necesitan mutuamente porque, a

pesar de todo, el personaje principal de ese montaje sigue siendo el

jefe del Estado.

A cada buena nueva del Informe se le puede oponer, con razones válidas,

un “Sí, pero…”. Es verdad que los datos multicitados del Coneval nos

dicen que hubo quienes superaron la indigencia total para volverse,

solamente, pobres. ¡Vaya motivo para celebrar! En contrapartida, esa

gente depende casi por completo de las ayudas que recibe, mientras su

entorno es cada vez más desigual y los ricos siguen haciéndose más

ricos. Es cierto que ha crecido la infraestructura de comunicaciones del

país, pero a cambio se han deteriorado las condiciones de la convivencia

urbana —ahí donde sucede la vida cotidiana de la enorme mayoría— y

también es cierto que esas obras magníficas se han vuelto, a su vez, una

fuente inagotable de corrupción y negligencia.

Nadie puede negar que, en efecto, en el sexenio se fundaron los sistemas

nacionales de transparencia y de combate a la corrupción. Sí, pero

ninguno de los dos se han completado y ambos están sometidos a la

captura del gobierno federal. Los dueños del poder no quieren deshacerse

del control de los archivos públicos, no quieren construir un Tribunal

de Justicia Administrativa independiente ni, mucho menos, abandonar el

dominio sobre la fiscalía recién creada. Esas son las condiciones

básicas para el funcionamiento de ambos sistemas: su integración, su

autonomía y su profesionalismo. Y ninguna se ha cumplido.

Dice el presidente que no tolerará nada que atente contra nuestra

dignidad como nación. Pero sus respuestas tímidas a los agravios

cotidianos de su homólogo estadunidense no han hecho más que confirmar

que, haga lo que haga, el señor Trump no encuentra más que frases

sueltas del jefe del Estado mexicano, a quien su país le debe, entre

otras cosas, el haber tirado los muros de su riqueza petrolera y energética.

Dice, en fin, que las cosas serán mejores en cinco o diez años —según el

tema y según los cálculos que alguien le habría hecho, sin decirnos

cómo—, siempre y cuando nadie toque las decisiones que ha tomado. Un

argumento digno del machismo mexicano: “hasta ahora las cosas no van

bien, pero si me soportas, ya verás que pronto irán mejor”. Y subraya,

en vísperas de las elecciones de 2018, que la política no es para

dividir, siempre y cuando a nadie se le ocurra votar por el pasado que,

a todas luces, alude a López Obrador.

A diferencia del horizonte feliz que dibuja el presidente, tengo para mí

que su verdadero desafío es concluir su sexenio en condiciones

gobernables, ya no mejores, sino suficientes para que el próximo

gobierno pueda llegar. Lo que está amenazando a México es el futuro

inmediato: la locura colectiva de la clase política que nos gobierna,

que ha decidido llevar las capacidades del país hasta sus límites, en

aras de ganar, ensanchar o conservar espacios acotados de poder.

En este sentido, el presidente perdió la última oportunidad para

investirse como jefe del Estado mexicano, para advertir honestamente de

esos riesgos y para llamar a la construcción de una agenda compartida

capaz de conducirnos con éxito al final del año próximo, por encima de

las elecciones. Optó, en cambio, por hacer campaña para su partido y por

volver al guión que, en su momento, le llevó a ocupar el cargo. El jefe

de Estado se asumió como jefe de partido. Y así, es muy difícil ayudarlo.

Fuente: El Universal