Hoy celebraremos el 60 aniversario del voto de las mujeres en México, lo que equivale apenas a un tercio de nuestra vida como nación independiente.

En el marco de la lucha histórica por el reconocimiento de los derechos humanos en el mundo, fue el siglo XX el que impulsó la participación de las mujeres en la vida pública. Las tradiciones patriarcales y excluyentes tuvieron que cederle espacio a la sonoridad de las voces que reclamaban lo que hoy nos parece normal y que, en aquel tiempo, era visto como algoinconveniente e inaceptable.

En la vida de Eufrosina Cruz, hoy diputada federal, se sintetiza lo que ha sido la lucha de las mujeres por hacer valer ese “derecho a votar y ser votadas” en México. Rechazada por su propia comunidad en 2007, cuando quiso participar como candidata a la presidencia municipal de Santa María Quiegolani, Oaxaca, Eufrosina se enfrentó con firmeza a las costumbres de uno de los 418 municipios oaxaqueños regidos por sus propios sistemas normativos, esto es, los de las comunidades indígenas.

Pero no solo confrontó a los férreos defensores de esas prácticas, sino que también padeció la parálisis y parcialidad institucionales. Las autoridades de Oaxaca no escucharon su queja. Tampoco lo hicieron la Comisión Estatal de Derechos Humanos ni el Instituto Electoral estatal. Peor aún, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) registró su queja, pero la remitió a las “autoridades locales correspondientes”.

Temerosas de ser calificadas como intrusas en la vida de las comunidades indígenas, nuestras instituciones públicas perdieron de vista que lo que Eufrosina reclamaba era precisamente ese derecho constitucional que hoy hace 60 años se le había reconocido a todas las mujeres en México: la igualdad ciudadana. Lo que estaba en juego en su caso no era solo su derecho a resultar electa en los comicios de su comunidad, sino el derecho de todas las mexicanas a participar en los asuntos públicos del país.

Cuando el Constituyente Permanente aprobó en 1953 el voto a la mujer, se refirió a que la igualdad ciudadana la tendríamos todos y todas por igual. Hoy por hoy estamos todavía muy lejos de alcanzar esa meta. Por ejemplo, a partir de ese año, en la Cámara de Diputados ha habido 6 mil 325 hombres y mil 119 mujeres, una proporción de 17 por ciento en seis décadas. Actualmente, en la 62 Legislatura, la representación femenina es de 37% en la Cámara de Diputados y de 34% en la de Senadores, la mayor alcanzada hasta el momento en el Congreso de la Unión. En el ámbito municipal, no obstante, la presencia femenina es todavía muy limitada. Según datos del año pasado, de los 2 mil 285 municipios del país, únicamente 176 están presididos por mujeres, esto es, solo ocho de cada 100.

En este mismo contexto de luces y sombras, desde 1979, solo seis mujeres han alcanzado la gubernatura de alguno de los estados del país. Esto quiere decir que, de entre los más de 50 millones de mujeres que habitan en México, solo media docena ha logrado ocupar ese cargo público. El año pasado, finalmente, se dio un acontecimiento inédito: el partido en el poder postuló a una candidata a la Presidencia de la República. Ello abrió una posibilidad real para que nuestro país sea conducido por una mujer. Más allá del resultado final, el hecho nos acercó a la realidad que se vive en otros países latinoamericanos como Argentina, Brasil y Costa Rica. ¿Por qué en esos países sí se puede y en México no?

Hace apenas unos días, el presidente Enrique Peña Nieto envió una iniciativa al Congreso de la Unión en la que propone que los partidos políticos estén obligados a que la mitad de sus candidaturas a puestos legislativos sean para mujeres. Cuando las circunstancias no parecen ser propicias, hay que impulsar los cambios. Sería mejor, sin embargo, que no hubiera necesidad de fijar cuotas; que las condiciones de apertura y equidad fueran tales que, de manera natural, las candidaturas a puestos de elección popular o la designación de cargos relevantes de cualquier índole recayeran tanto en mujeres como en hombres por igual.

Solo desde una perspectiva de género será posible seguir impulsando la participación de las mujeres en todos los órdenes de la vida política, económica, laboral, social y cultural hasta lograr un equilibrio sustentado en la igualdad de oportunidades. Porque de eso se trata ahora, del desafío de la equidad. Hemos abierto el camino, pero todavía nos falta mucho por hacer.

Hace 60 años comprendimos que para avanzar democráticamente como país era necesario incorporar la inteligencia y el trabajo de las mujeres en el quehacer público. Su energía, perspectivas, propuestas, esperanzas, expectativas y visión han creado un firme andamiaje para la construcción democrática de México. Se ha logrado con ello un doble beneficio: la inclusión de las mujeres, por una parte y, por la otra, el activo de sus pensamientos y acciones.

Pero esta apertura es todavía insuficiente. Como sociedad, nuestro reto es pasar de la igualdad formal a la igualdad real. La igualdad ante la ley no significa que hayan desaparecido las discriminaciones y las desigualdades. Es necesario que refleje una representación femenina más apegada a la realidad social del país.

Aspiremos a que las mujeres en México tengan la oportunidad de desarrollarse en el ámbito que ellas así lo decidan: el hogar, la fábrica, el campo, el salón de clases, el laboratorio, la oficina, la empresa o la política. Transformemos las inercias de poder que apuntan hacia la discriminación, la opresión y la exclusión por razón de género. Apostemos a vencer las resistencias, pues ello beneficia a quienes las defienden.

Fortalezcamos la cultura política y democrática de nuestra sociedad a partir de una mayor presencia de la mujer. Aspiremos a construir un México en el que las cuotas de género no tengan que ser necesarias. No está en la igualdad de cuotas la solución a la desigualdad de género, sino en la igualdad de oportunidades.

Se necesita crear más mecanismos que garanticen a las mujeres el acceso a las mismas oportunidades de educación y empleo. La igualdad no debe ser una lucha exclusiva de las mujeres, sino de la sociedad entera. Solo así será posible encontrar en México hombres y mujeres por igual en todas las profesiones y cargos. Que deje de ser novedad el arribo de una mujer a una responsabilidad relevante; que todas las mujeres, sin importar su condición social o económica, sepan que las puertas del desarrollo también están abiertas para ellas. Esto es lo justo y lo necesario. Esto es lo que debe ser lo normal.

No podemos hablar de todos si ellas no están incluidas, solo con todas y todos podremos lograr justicia y dignidad. Entonces sí podríamos pensar que, en México, las cosas pueden cambiar.

Milenio