En estos días, para ser más preciso desde la semana pasada, se está llevando a cabo en Santiago de Chile un programa sobre transparencia, combate a la corrupción y accountability. El Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, dirigido por Claudio Nash, ha reunido en estas mismas fechas durante los últimos cuatro años a un grupo de profesionales de América Latina para discutir intersecciones entre campos como los derechos humanos y la agenda anticorrupción. Se trata de un esfuerzo académico con vocación práctica. Es una iniciativa de reflexión-acción que destaca por el alto nivel de innovación en el trabajo conceptual.

La pertinencia de este tipo de iniciativas es una nota de contexto. En términos generales, en América Latina enfrentamos una crisis de legitimidad y reconocimiento de las instituciones. Ésta es una idea cada vez más aceptada y más evidente, resultado de una larga lista de agravios cometidos desde el ejercicio del poder: historias de corrupción, de malversación de fondos, de desvío de recursos públicos que son completadas con errores de gestión, problemas de diseño de políticas públicas, improvisación en las decisiones gubernamentales o incluso incapacidad administrativa para el ejercicio de recursos públicos.

En el caso concreto de México, fenómenos como la descentralización administrativa, la liberalización política y la consecuente alternancia entre partidos políticos en el poder han construido, además, un mapa profundamente complejo siquiera para conocer la gestión gubernamental, ya no digamos para su control, fiscalización y la consistente evaluación de sus resultados.

Ante tal nivel de complejización encuentro altamente positivos los esfuerzos para construir alternativas que den otro sentido a la rendición de cuentas. Estos días he tenido oportunidad de tener largas conversaciones con Christian Gruenberg, uno de los expositores en el programa. Entre los argumentos que hemos intercambiado está que los derechos humanos son mecanismos de garantía del Estado para hacer realidad la expectativa razonable y legitima de que las personas dejarán de sufrir los efectos disruptivos de la desigualdad social en sus capacidades humanas y bienestar.

De ahí su fuerte vínculo con la lucha anticorrupción. Pero Christian va más allá y plantea que es necesario hacernos cargo de otros problemas más densos. La desigualdad estructural por razón de género, la misoginia institucionalizada o la pauperización femenina también son problemas atravesados por la discriminación, la corrupción y la exclusión.

Cierto. En México hay cerca de 25 millones de mujeres en pobreza multidimensional y en promedio enfrentan 2.9 carencias de tipo social (los hombres en la misma situación son menores en más de dos millones y presentan 1.9 carencias sociales en promedio). Las mujeres presentan más carencias y están ubicadas en franjas de exclusión, como la del mercado laboral, y al mismo tiempo presentan mayores responsabilidades que son asignadas por un conjunto de normas sociales y que las hacen depositarias de las tareas de cuidado dentro del núcleo familiar (destacando de forma especial el cuidado intrageneracional).

De ahí que las mujeres se han convertido en los últimos años en las receptoras de políticas focalizadas, destacando de manera particular los programas de transferencias en efectivo condicionadas (tales como el programa Oportunidades). Insisto en el valor de estas discusiones, pues precisamente permiten trascender las categorías convencionales y buscan ofrecer alternativas a problemas complejos. Dejo aquí algunas de las preguntas que nos hemos hecho en estos últimos días y que dan muestra del tipo de reflexiones que bien vale la pena explorar.

Desde un enfoque de derechos y una perspectiva políticamente consciente de los problemas que enfrentamos, ¿cuál es el rol que tendrían que jugar los tribunales en hacer efectivo el acceso a los beneficios de las políticas sociales y en la eliminación de la corrupción? O dicho de otra forma, ¿puede y debe el poder judicial recomponer problemas como la negligencia, la corrupción o deficiencias de planeación cuando éstas limiten los derechos? ¿Las políticas sociales están logrando una distribución más justa entre varones y mujeres de bienes materiales y simbólicos así como de responsabilidades y de roles, tanto públicos como privados? En su caso, ¿cómo se ha previsto contener o mitigar los efectos de la corrupción en esas interacciones? ¿Los programas prevén medidas que aseguren que las mujeres puedan enfrentar y denunciar prácticas corruptas o abusivas como el clientelismo?

Como se ve, no se trata de explorar opciones que contradigan o sustituyan al sistema convencional de rendición de cuentas, sino de pensar de forma complementaria. Se trata de pensar en nuevos parámetros para resolver en algo viejas prácticas.

 

Miguel Pulido Jiménez – Sin embargo