A Tere, con devoción

Era un gran biógrafo, aunque no sólo le gustaba contar la historia de las personas, sino las circunstancias políticas en las que esas vidas se habían desplegado. Estoy seguro de que eligió la ciencia política porque le gustaba escudriñar entre los rincones a veces públicos y a veces íntimos de esas vidas que podían describir épocas. No le interesaba la política en el sentido vulgar de la búsqueda del poder a cualquier costo, sino como un proyecto de vida; como una vocación personal que quería imaginar y diseñar cambios, trazarlos y buscar los medios para avanzar con cautela, sin estridencias, en todo lo que fuera posible.

Ahora el biógrafo se ha vuelto sujeto de las biografías que seguramente vendrán. Hace unos días, entre amigos, caímos en cuenta de que la única que se había publicado hasta hoy la había escrito Ricardo Raphael cuando Alonso todavía buscaba la candidatura del PAN a la Presidencia de México. La violenta enfermedad le impidió representar a su partido en esa contienda y, probablemente, cambiar la historia de manera definitiva. Pero en aquellos días me quejé con Teresa, su inseparable y admirable compañera de toda la vida, por esa aspiración de Lujambio. Le dije: “Carajo, Tere, espero que tu marido no gane la candidatura del PAN, porque por primera vez en mi vida tendría que votar por ese partido”.

Lo que más me gustaba era su inquebrantable lealtad a los suyos. Lo conocí cuando él era un joven profesor del ITAM y discutíamos sobre las posibilidades de construir una democracia medianamente decente para el país. Nos unía nuestra admiración por el proceso político que habían vivido los españoles —Alonso estudió su posgrado con Juan Linz, un español universal— y nuestra preocupación por la falta de un bagaje ético mínimo para hacer posible una transición sólida. Con otros amigos se nos ocurrió hacer una revista (que nunca se publicó), porque nos desesperaban las ausencias de valores y compromisos para aceptar que la política no puede ser sólo un encono constante ni solamente una lucha descarnada por conquistar el poder.

Luego tuve la dicha de compartir con él siete de los años más intensos de nuestras vidas. Siete años vividos, a veces, por horas, en aquel “ IFE de Woldenberg”. Durante todo ese tiempo formé parte de la Comisión de Fiscalización que él presidió y a la que dedicó, de lejos, la mayor parte de su dedicación y su tiempo. Y él estuvo conmigo en la consolidación del servicio profesional electoral que por fortuna sigue vigente. Los episodios públicos de esa época son bien conocidos —el Pemexgate y Amigos de Fox entre los primeros— y no hace falta volver sobre ellos en este momento. En cambio, prefiero recordarlo en nuestras larguísimas charlas que eran como terapias para darnos ánimos en medio de las presiones de toda índole, para mentar madres a gusto —porque Alonso, que parecía y actuaba como caballero inglés, también sabía usar el español mexicano cada vez que hacía falta—, y cuidarnos mutuamente de los errores. Se decía que nos habíamos vuelto monotemáticos y era verdad, aunque cada loco con su tema.

Alonso tuvo su mejor oportunidad en el sexenio que ahora se agota, pero no sólo por la amistad que lo unió con el Presidente —quien supo honrarla hasta el final—, sino por sus méritos propios. Desde el IFAI condujo con éxito la reforma constitucional que operaba Ricardo Becerra y luego hizo todo lo que pudo para llevar la relación entre el gobierno y el SNTE hacia una educación de mayor calidad. Pero Alonso no era el presidente, ni podía pasar por encima de las decisiones tomadas desde Los Pinos. Así que buscó la Presidencia de México, con el desenlace que ya conocemos.
Lo vi en su cumpleaños 50 y, por última vez, en el homenaje que le rindió el IFAI —presidido ahora por otra de sus grandes amigas, Jacqueline Peschard— apenas la semana pasada. En ambos momentos le dije lo mismo: “Alonso, párate ya de esa silla. Todavía tenemos mucho qué hacer”.

Publicado en El Universal