En 1718, la británica Lady Wortley Montagu, mejor conocida por sus escritos sobre la vida de las mujeres en los harenes otomanos, llevó a Inglaterra el método de inoculación de la viruela que aplicó sobre sus pequeños hijos. Como esposa del embajador británico de Constantinopla, su conocimiento fue clave para el trabajo que treinta años después hiciera Edward Jenner, padre de la inmunología y autor de la primera vacuna contra el mal. El hallazgo de Jenner y su poco ortodoxo método de inmunización con suero de bovinos infectados generó críticas y descalificaciones.

La reacción más adversa surgió cuando el gobierno británico emitió un decreto de vacunación obligatoria generándose así el primer movimiento antivacunas en la historia. La viruela continuó cobrando vidas hasta que tras una agresiva campaña de vacunación mundial se erradicó formalmente a finales de 1979. En un trabajo publicado hace dos años, los doctores franceses Francoise Salvadori y Laurent-Henri Vignaud identificaron al menos cuatro fuentes que sirven al movimiento antivacunas.

La primera tiene que ver con las creencias religiosas que han llegado a extremos como el asesinato de médicos por talibanes o el surgimiento de nuevos brotes de sarampión en las comunidades Amish de Nueva York. La segunda es una especie de ciencia alternativa: la convicción de que el propio cuerpo es capaz de generar resistencias sin necesidad de inyectarse “veneno”. Pero más preocupante aún es la desconfianza en la relación entre Estado y sociedad que llega a cuestionar la legitimidad de decisiones de salud pública orillando, en algunos casos, a la restricción de libertades individuales.

Una variable a agregar son los mediatizados casos de corrupción de la poderosa industria farmacéutica de la cual dependemos. Todo esto ha sido un coctel que sirve de pretexto para la desinformación. El movimiento antivacunas se nutre de miedos y medias verdades. Solo se combate con información. Las redes sociales, los foros y las nuevas tecnologías son su megáfono. En 2019 la Organización Mundial de la Salud incluyó el rechazo a las vacunas como una de las diez amenazas para la humanidad. Por si fuera poco, hace unas semanas, el mismo organismo reportó
que derivado de la pandemia, 23 millones de niños se quedaron sin las vacunas que debieron administrarse a través de los servicios de inmunización sistemática. México ocupa el alarmante quinto lugar de países con niños que no accedieron a vacunas contra enfermedades como la tosferina, el tétanos y la difteria.

Antes de un regreso a clases presencial, el gobierno debería de tomar estos datos con seriedad. Al enorme reto de avanzar en la vacunación contra la Covid-19 se suma la responsabilidad de evitar que los niños queden expuestos a enfermedades prevenibles cuyas consecuencias sabemos, gracias a la ciencia, son devastadoras.

Fuente: El Universal